Jesús Cacho-Vozpópuli
«Ser empresario ha dejado de ser atractivo, carece de alicientes incluso salariales»
La voz de alarma la dio este martes Bernard Arnault, presidente ejecutivo de LVMH, el mayor grupo de artículos de lujo del mundo (Dior, Vuitton, Fendi, Bulgari, Celine, Tiffany & Co., Hennessy y Veuve Clicquot, entre otros) y uno de los hombres más ricos del mundo, con una fortuna cercana a los 200.000 millones de dólares. Recién llegado de Washington, donde acababa de asistir, como invitado personal de Donald Trump, a la ceremonia de toma de posesión del 47 presidente de los Estados Unidos, Arnault arremetió contra el proyecto de Presupuestos del Gobierno Bayrou para 2025 que prevé un aumento significativo de impuestos a las empresas francesas. “Regresé de Estados Unidos y pude ver el viento de optimismo que reina en ese país. Llegamos a Francia y nos encontramos con una ducha de agua fría. Allí, el impuesto de sociedades (IS) va a quedar reducido al 15%, los centros de producción gozan de subvenciones en una serie de estados y el presidente Trump lo alienta. En Francia, por el contrario, nos enfrentamos a un aumento de ese mismo impuesto del 40% a las empresas que fabrican aquí. Es claramente una penalización al made in France y una invitación a la deslocalización empresarial”. Todas las empresas con facturación superior a los 3.000 millones deberán hacer frente a ese recargo, con el que el Gobierno galo espera conseguir 8.000 millones extras este año. El Ejecutivo dice que su intención es aplicarlo solo en este 2025 con el objetivo de reducir el déficit público al 5,4%, pero nadie lo cree. “Una vez que se ha aumentado un impuesto en un 40%, ¿qué Gobierno se atreverá a bajarlo en la misma proporción?, aduce Arnault.
Pero no es solo el amo del Grupo LVMH. Los grandes patronos franceses se han manifestado esta semana en abierta rebelión contra la inestabilidad política, el caos presupuestario y el aluvión normativo que sufren las empresas del país vecino y del resto de la UE. Tipos como Florent Menegaux (CEO de Michelin), Ben Smith (CEO de Air France KLM), Patrick Pouyanné (CEO de Total Energies), entre otras, han puesto de relieve su disgusto (“ira desbordante entre los líderes empresariales”, según Le Figaro) por este estado de cosas. “Invertir en Francia se ha convertido en un infierno” (Luc Rémont, director general de EDF). «Corremos el riesgo de que muchas empresas se vayan y hagan lo que saben hacer en otros lugares” (Guillaume Faury, CEO de Airbus). La mayoría acepta de buen grado arrimar el hombro en el esfuerzo de reconducir las cuentas públicas siempre y cuando el dinero del contribuyente esté bien gestionado, cosa muy cuestionable con solo mirar el funcionamiento de la Administración pública. Todos, sin embargo, se sienten estafados ante la realidad de una clase política incapaz de bajar el listón del gasto público, de meterle mano al gasto público. Arnault ha dicho en voz alta lo que cada vez más gente dice en privado: Francia necesita un DOGE, el departamento de eficiencia gubernamental que Trump ha confiado a Elon Musk en EE.UU. Francia y naturalmente España, por no hablar de la élite burocrática refugiada en Bruselas.
«Los grandes patronos franceses se han manifestado esta semana en abierta rebelión contra la inestabilidad política y el aluvión normativo».
Y ello cuando Trump acaba de poner la alfombra roja a todas las empresas que decidan instalarse en Estados Unidos para producir allí, mediante un espectacular big bang fiscal: abolición del impuesto sobre la renta y reducción drástica del impuesto de sociedades, todo ello financiado mediante la imposición de aranceles a los productos importados. El 15% de IS para quien fabrique en EE.UU. convertirá al gigante americano en un nuevo paraíso fiscal para las empresas. El shock provocado por la irrupción en el panorama económico mundial del atrabiliario tipo de pelo amarillo es tan brutal, tan evidente en una UE convertida en una máquina de producir normas (en seis años, Bruselas ha publicado 14.000 páginas de reglamentos sólo para la industria química) por el bien del “planeta” pero en perjuicio de sus empresas y consumidores, que Bruselas ha anunciado esta semana una rectificacion casi total de sus políticas, una vuelta atras radical en sus planteamiento, un llamativo diego donde dije digo. La situación del viejo continente, en efecto, solo puede ser calificada de dramática. Obsesionada en la elevación constante de los estándares climáticos, con el palo y tente tieso de las prohibiciones y sanciones, Bruselas ha puesto a muchos sectores al borde de la quiebra, incapaces de competir con la agresividad comercial china o norteamericana. El acero, por ejemplo. La UE ha pasado de ser un exportador a un importador neto en cinco años. “Todas las plantas siderúrgicas europeas corren el riesgo de cerrar en 2025” (Alain Le Grix de la Salle, ArcelorMittal). Lo mismo ocurre con el aluminio, los productos químicos, los plásticos y naturalmente, el automóvil (ojo, España), cuya producción ha caído a nivel europeo un 20% en cinco años. El miércoles, ese portento de mediocridad que es Ursula von der Leyen, presidenta de la CE, anunció el lanzamiento (el 26 de febrero, que no hay prisa!) de un programa para desregular la Unión con el que espera ahorrar unos 37.500 millones año a las empresas europeas, un plan en dos frentes: un “shock de simplificación” mediante una ley “ómnibus” destinada a aligerar la legislación existente, y un pacto para una industria limpia dirigido a apoyar sectores clave (automóvil, acero, química). El objetivo es reducir la carga burocrática de las empresas en un 25%, e incluso en un 35% para las pymes.
Y mientras esta revolución ocurre en el mundo que nos rodea, en España reina la paz de los cementerios. Ni una buena acción ni una mala palabra contra un Gobierno enemigo declarado de la actividad empresarial. Porque a las dificultades muy grosso modo aquí descritas por las que atraviesan las empresas europeas hay que añadir, en el caso de España, el efecto devastador, el desgarro que sobre nuestro tejido productivo ocasiona un grupito comunista como Sumar, socio de coalición del Gobierno, al que Pedro Sánchez alegremente ha entregado la gestión de la economía, hecho diferencial que ejemplifica la figura de una vicepresidenta segunda y dizque ministra de Trabajo cuasianalfabeta cuyo sueño diario consiste en hacer todo el daño que pueda a las empresas, grandes y pequeñas. Al escandaloso incremento de los costes empresariales producido desde que Sánchez llegó a Moncloa hay que añadir ahora mismo la subida (nueva) del SMI (un 80% desde 2016, contando con los 50 euros mes últimos) y la reducción de jornada a 37,5 horas semanales. La paradoja es que, al contrario que en Francia, donde las elites empresariales acaban de protagonizar una llamativa revuelta, aquí la agresión a la empresa se soporta con franciscana resignación. Ni una protesta. Incluso, si me apuran, se colabora desde los Consejos de Administración, no digamos ya desde las patronales, con el disparate semanal de Yolanda Díaz y su mantenedor.
«El efecto devastador, el desgarro que sobre nuestro tejido productivo ocasiona un grupito comunista como Sumar».
Valga el ejemplo de la CEOE. Los medios han venido en las últimas semanas cargados de informaciones relativas al enfrentamiento que protagonizan Antonio Garamendi, presidente de la gran patronal, y Gerardo Cuerva, responsable de Cepyme. Garamendi es un burócrata; Cuerva es un empresario. Garamendi se ha subido el sueldo de 300.000 a 450.000 euros anuales; Cuerva no cobra por el tiempo que le dedica a la Confederación de la Pequeña y Mediana Empresa. Garamendi, con alguna resistencia de última hora en asuntos particularmente escandalosos, ha aceptado casi sin oposición reforma tras reforma propuesta por el Gobierno socialcomunista y su brazo armado, los sindicatos marxistas CC.OO. y UGT, cambios que jamás debería haber apoyado una patronal por lesivos no ya a los patronos, que va de suyo, sino al interés general y de los propios trabajadores. Cuerva se ha opuesto a la mayor parte de los “acuerdos” que ha suscrito CEOE. Garamendi ha reformado los estatutos de la gran patronal eliminando la limitación de mandatos y endureciendo las condiciones para la presentación de candidatos a la presidencia. Cuerva está dispuesto a dejar Cepyme en cuanto una candidatura alternativa se lo sugiera. Garamendi prácticamente no reúne a sus vicepresidentes y nadie sabe lo que está negociando con el Gobierno en un momento determinado y en qué estadio se encuentra esa negociación. Misterio tras misterio.
El resultado es una acusada desafección de la mayor parte del empresariado de una patronal en teoría llamada a defender sus intereses. Un empresariado que se ha ido empobreciendo de forma paulatina (como las propias empresas, y ahí está, con un par de excepciones, la capitalización de las más grandes en Bolsa), porque los márgenes se han estrechado escandalosamente y muchas empresas han dejado de ser rentables. La consecuencia es una caída en paralelo de la “calidad” del estamento, la crisis del empresariado vocacional, la búsqueda de soluciones individuales, y las dificultades que la empresa familiar, muy particularmente, encuentra a la hora del relevo generacional. Ser empresario ha dejado de ser atractivo, carece de alicientes incluso salariales. Volviendo al caso CEOE, da la impresión de que Garamendi es un ave solitaria que ya vuela por su cuenta y sin control. El patronazgo que sobre él ejercían algunos grandes patronos se ha difuminado hasta desaparecer. Álvarez-Pallete ha salido de Telefónica. Isidro Fainé está de retirada y Ana Botín no quiere saber nada (o lo menos posible) de su país de origen.
«El resultado es una acusada desafección de la mayor parte del empresariado de una patronal en teoría llamada a defender sus intereses».
Una situación que contrasta con la marcha de una economía que crece a buen ritmo propulsada por el turismo y la inmigración, pero sobre todo por el gasto público de un Gobierno dispuesto a seguir derrochando el dinero del contribuyente, a seguir endeudándonos como si no hubiera un mañana, decidido a seguir comprando el voto de los más variopintos colectivos. Esta semana hemos sabido que también vamos a subvencionar el veterinario del perrito del vecino del segundo izquierda. Nadie levanta la voz. Al revés que en Francia, nuestros empresarios, en realidad meros gestores encaramados a la presidencia de las empresas y blindados por un Consejo de amiguetes, callan cual sepultura. Formamos parte de una economía intervenida, sodomizada por un Gobierno que hace uso a su antojo de las instituciones del Estado. Con Sánchez decidido a ocupar todo el poder, el público y el privado, caso de Telefónica. A Pallete le dan el finiquito en Moncloa y le obligan a hacer presidente a Marc Murtra el mismo día y en el mismo acto. Y a Murtra le dan hecho el nombramiento de Ángel Escribano como nuevo capo de Indra. Sin pedirle opinión. A tomar viento los estatutos sociales, los consejeros independientes y la comisión de nombramientos. Papelón del austriaco Peter Löscher, coordinador de independientes y presidente de la citada comisión. ¿Y qué dice un tipo como Paco Riberas (Gestamp), 0,21% de Telefónica, miembro del Consejo y millonario? ¿Por qué se somete a semejante humillación? ¿Y qué, esas mujeres, María Luisa García y Verónica Pascual, cuya llegada a la cima empresarial iba a cambiar de plano el universo corporativo? Sánchez se ha comprado Telefónica y pretende hacer lo mismo con Indra, controlando la sociedad con un grupo de accionistas amigos sin necesidad incluso del concurso de SEPI.
Todo el mundo calla. Curioso, nuestro autócrata infunde miedo. Hay miedo a levantarle la voz. Miedo a Sánchez. Tan parecido a Franco en tantas cosas, los regímenes autoritarios se consolidan con la argamasa del temor. El canguelo, la cobardía. Más allá de su arrogancia, el personaje trata mal a sus colaboradores, se irrita cuando alguna novedad contraviene sus planes, patea puertas y sillas, y lanza lo que encuentra a mano contra quien le solivianta. Iván Redondo es buen testigo de estos episodios de ira. Algún empresario se ha quedado muy sorprendido estos días cuando le ha visto en Davos dar órdenes en tono zafio, más que desconsiderado, a sus subordinados. “¡Haz lo que te digo, joder!”. Este lunes echó con cajas destempladas de Moncloa a Carlos Cuerpo cuando el titular de Economía pretendió argumentar contra la reducción de jornada auspiciada por Yoli Tenacillas. El personaje está fuera de sí y está en campaña. En realidad está en precampaña desde el inicio de su segunda legislatura. No puede gobernar y lo sabe, pero la presidencia del Gobierno es el vehículo que le permite estar en constante movilización. La subida de las pensiones era asunto capital en su estrategia. Pensionistas, parados, funcionarios y colectivos identitarios constituyen las cuatro patas del banco que debe permitirle, con mucha suerte y algunos errores de la oposición, intentar la reelección en 2027 o antes, si las cosas se tuercen. ¿A quién le importa que el déficit contributivo de las pensiones haya superado los 60.000 millones en 2024? ¿A quién, que la deuda de la Seguridad Social haya escalado desde los 52.868 millones de 2018, año en que Sánchez se instaló en Moncloa, a los 116.000 actuales? Nadie se queja. Nadie parece escandalizado por el hecho de que el truhán no aproveche la bonanza económica para reducir drásticamente déficit y deuda, en lugar de despilfarrar el dinero en asentar su poder personal. La gente sigue bailando en la toldilla de popa, mientras la nave se hunde por proa. Un poco más cada semana.