Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli

Desde la tribuna de los parlamentos autonómicos o de las Cortes, sus señorías se echan en cara sus venalidades y sus incumplimientos

Hay dos temas, uno muy concreto, que afecta a una persona en particular, y otro de carácter general, que están muy presentes hoy en la política española y que, aunque aparentemente no guardan una relación directa y perceptible entre ellos, sí son, uno en su especificidad y el otro en su extensión, reflejo de un sustrato común. Me refiero al caso del Fiscal General, Álvaro García Ortiz, y a la banalidad de los asuntos que de forma destacada son objeto de la atención preferente de los medios y del debate parlamentario consumiendo la casi totalidad del tiempo de los informativos, de los comentarios y controversias en las redes y de la confrontación dialéctica entre gobierno y oposición mientras las cuestiones verdaderamente relevantes están prácticamente ausentes de la conversación pública.

Cuando los padres fundadores de la gran nación norteamericana, los Estados Unidos, Jefferson, Hamilton, Madison, Franklin, Jay y sus pares, discutían en las páginas de El Federalista y en las asambleas de los trece estados o en el Congreso sobre la mejor estructura institucional que dar a su naciente república y el sistema económico idóneo para generar prosperidad, seguridad, libertad, justicia y bienestar para sus ciudadanos hubo dos puntos que centraron sus afanes en aquellos fecundos años finales del siglo XVIII. El primero fue la naturaleza de la entidad política que nacía, si resultaba más conveniente una amplia descentralización territorial de tipo confederal o si era más beneficioso un enfoque más centralizado con un poder federal fuerte, El segundo atañía a la organización de la economía y la controversia se producía entre los partidarios del libre comercio y de una sociedad fundamentalmente agrícola de granjeros, pequeños comerciantes y artesanos con ambiciones territoriales prudentes frente a los que propugnaban el proteccionismo y el fomento de la industria a la vez que una ambiciosa y rápida expansión hacia el oeste. A pesar de estas marcadas diferencias de pensamiento, ambos bandos coincidían en la necesidad de crear ciudadanos bien formados, honrados, responsables, patriotas, creyentes y dotados del suficiente criterio como para elegir a sus representantes con acierto y opinar inteligentemente sobre las decisiones colectivas a tomar. Por supuesto, los dos sectores, que se enfrentarían casi un siglo más tarde en una sangrienta guerra civil, pretendían que sus fórmulas de articulación social y política eran las más eficaces para conseguir una ciudadanía de calidad sólidamente vertebrada. En otras palabras, sus intercambios de pareceres estaban impregnados de consideraciones filosóficas y morales que eran percibidas como esenciales más allá y por encima de discrepancias partidistas.

Es en este clima de superficialidad y de total vacío ético que fenómenos como el de un Fiscal General del Estado investigado por graves delitos que se niega a dimitir son posibles porque es evidente que el sujeto que se halla en tan deplorable situación y adopta tan despreciable actitud carece por completo de honorabilidad, pundonor, conciencia o lealtad institucional

Esta hondura conceptual y esta inquietud por basar el funcionamiento de las instituciones en valores firmes que garanticen la adhesión de los ciudadanos a la práctica de virtudes cívicas es algo que en la España del presente le sonaría a la inmensa mayoría de los gobernantes y parlamentarios, así como a la población en general, a música celestial o les parecería una excentricidad inútil. Seguramente, un gran número ni siquiera entenderían de qué se les está hablando.

Desde la tribuna de los parlamentos autonómicos o de las Cortes, sus señorías se echan en cara sus venalidades y sus incumplimientos, se recrean en furibundos ataques al adversario y abusan de ingeniosidades o frases felices acuñadas por equipos de comunicación concentrados sobre todo en producir titulares cuanto más explosivos y llamativos, más logrados.

Es en este clima de superficialidad y de total vacío ético que fenómenos como el de un Fiscal General del Estado investigado por graves delitos que se niega a dimitir son posibles porque es evidente que el sujeto que se halla en tan deplorable situación y adopta tan despreciable actitud carece por completo de honorabilidad, pundonor, conciencia o lealtad institucional. Si gozara de estas cualidades no se agarraría indignamente a su poltrona desprestigiando a su profesión y a su país.

Esta degeneración espiritual de nuestra sociedad y de nuestra clase política explica también que problemas de la trascendencia del declive demográfico, del resquebrajamiento de la unidad nacional, del acelerado deterioro del nervio moral de la sociedad, de la elefantiasis de un Estado endeudado hasta las cejas que nos lleva a la ruina, del pésimo nivel de nuestra educación pública, de la deficiente competitividad de nuestro entramado productivo, de nuestro palpable atraso tecnológico y de la jibarización de nuestras fuerzas armadas que nos deja expuestos a la indefensión en un mundo crecientemente violento, ocupan un espacio mínimo en las prioridades de nuestra clase dirigente y de la gente en general. Es el deber de las mentes lúcidas que todavía nos quedan alertar de esta peligrosa anomalía y esforzarse en despertar a millones de conciudadanos anestesiados por una cultura hedonista y colectivista que les hace dependientes, inconscientes e indolentes antes de que queden definitivamente sepultados en la irrelevancia, la escasez y el fracaso.