Iñaki Ezkerra-El Correo

Hay algo que a uno le irrita especialmente en estos tiempos: el conformismo que se disfraza de rebelión. Es por esa razón por la que uno ha llegado a un punto en que le molestan profundamente las burlas a la Iglesia católica. No es que uno piense que deberían estar penadas judicialmente. Para eso, habría que convertir a Dios en sujeto de derecho, probar antes su existencia y convencerle para que compareciera como damnificado ante un tribunal, lo cual es bastante improbable que suceda por el momento. Pero es exactamente eso, lo barato, lo fácil, lo gratis que hoy sale burlarse de la iconografía cristiana, lo que me molesta de quien lo hace. Me molesta la farsa que elude la más mínima broma contra la religión islámica, no sea que salga cara. Es ésa una de las razones por las que me cargan la películas de Sorrentino. Lo veo imitar fallidamente las geniales parodias de Fellini, pero sin gracia, sin la agudeza sarcástica, sin el talento punzante que tenían aquellas en un tiempo en el que el Vaticano aún mandaba lo suyo en Italia, y solo consigue deprimirme recordándome lo más mediocre de la época presente. No se delata la impostura con la impostura. Tiene que haber algo de energía, de nervio, de rabia sincera y salvaje en la delación.

Me pasó con ‘La Gran belleza’ y con aquella necro-monja fetal que aparecía en escena sin venir a cuento, pero en la que se recreaba la cámara con una afectación insufrible. Y me ha vuelto a pasar con ‘Parthenope’. La escena del obispo lujurioso insinuándose a la heroína es particularmente ridícula y patosa, además de incurrir en el principal vicio de este cineasta: en la enfatización de la nada, en la solemnidad de la vacuidad, en el azucaramiento manierista de la denuncia. Sorrentino emula la estética entre monstruosa y onírica de Fellini, pero lo hace al modo de un mediocre rentista del genio ajeno, con lo cual dicha estética, lejos de denunciar nada, comparece como una curiosidad anodina y desprovista de significado. Para colmo, se detiene, y nos detiene, demasiado tiempo en su contemplación estéril. Cuando Sorrentino te saca una de esas criaturas de pesadilla pedante, te dan ganas de gritar: «¡Que sí, hombre, que sí, que ya la he visto!».