Editorial-El Español

Resulta muy elocuente la dimisión de Juan García-Gallardo de sus cargos de portavoz de Vox en Castilla y León y miembro de la dirección nacional, anunciada sorpresivamente este lunes.

Porque hasta ahora el goteo de abandonos de la formación ultraderechista podía explicarse como una limpieza ideológica debida a la radicalización del discurso de Vox, que dejó fuera a perfiles más liberales como Macarena OlonaIván Espinosa de los Monteros o Juan Luis Steegmann.

Pero Gallardo, lejos de mostrar discrepancias con la deriva de los de Abascal, pertenecía al ala dura del partido. No en vano, acredita un expediente nutrido de declaraciones y prácticas controvertidas que en muchos casos iban aún más lejos en su intransigencia conservadora que los de la línea oficial.

De hecho, quien fuera el primer cargo de Vox en entrar en un Ejecutivo, como vicepresidente de Castilla y León, no ha ocultado que su salida del Comité Ejecutivo Nacional se debe a discrepancias con la dirección de Bambú.

Ha acusado a la guardia pretoriana de Abascal de ir «ocupando más espacios en detrimento de los demás». Su denuncia de que «ha cambiado» la situación del partido como proyecto «ancho en el que cabían pluralidad de liderazgos y carismas» confirma que Vox es la más vertical y autoritaria de cuantas formaciones existen en el arco parlamentario español.

Gallardo ha querido enfatizar que su renuncia no debe leerse como un aval a la corriente crítica que cuestiona la bunkerización de Vox y su integración en la liga de la derecha europea más recalcitrantemente iliberal.

Pero es innegable que su dimisión se inscribe en la insatisfacción creciente con las decisiones cada vez más despóticas de una cúpula cada vez más reducida y cerrada en torno al líder absoluto, que ya lleva doce años al frente de la organización.

Decisiones como las de abandonar los gobiernos autonómicos de coalición con el PP motivada por el reparto de menas el pasado verano, que Gallardo no encajó bien, y que explica el comienzo de su distanciamiento con la directiva.

Tras la expulsión de todos sus nombres con peso (el último, el de Rocío Monasterio), y abortada la tentativa de renovación generacional que representaba Gallardo, Vox se ha quedado con Abascal como único referente. Una sangría doméstica que el partido intenta contrarrestar emparentándose con líderes ultraderechistas célebres de otras partes del mundo.

Lo singular del asunto es que, aun con este rosario de crisis y purgas, Vox no sólo no acusa desgaste en las encuestas, sino que los sondeos les otorgan más apoyos que nunca.

La explicación para este fenómeno es que Vox se alimenta de la bronca y se crece en la vocinglería. Y ello porque se trata de una oposición de cartón piedra, a la que no le interesa realmente gobernar, sino arrebatarle la hegemonía de la derecha al PP. Y por eso no pretende encarnar una alternativa edificante con un proyecto propositivo más allá de la pura inflamación retórica y la confrontación gratuita.

Es decir, una forma de hacer oposición que apuntala el marco de la crispación divisiva que Sánchez ha vuelto a alentar en el Congreso Federal del PSOE de Madrid este fin de semana.

La constatación de que Vox es el vigorizante de Sánchez ha hartado a Feijóo, que le ha dirigido a los de Abascal los reproches más gruesos que se le han escuchado hasta la fecha, calificándolos de «oposición de tumbona, de sarao y de dedito levantado».

El líder popular se ha defendido de las recriminaciones de Vox por haber apoyado el decreto ómnibus de Sánchez acusando al partido radical de practicar «política barata» que «en nada sirve a los españoles». Y lo cierto es que no le falta razón al lamentar que el objetivo de Vox «no parece ser cambiar nada, sino reforzar su permanencia en la oposición».