Pocas semanas como esta se ha deteriorado tanto el valor de la palabra de los políticos. Empezando naturalmente por la del presidente del Gobierno, que no es que cotizara al alza precisamente.
Sánchez dijo hasta el lunes por la noche que no trocearía el decreto ómnibus porque -incomprensiblemente- las 80 medidas formaban parte de un «todo» que denominaba «escudo social». También dijo que descartaba tramitar y debatir la proposición de Junts instándole a presentar una cuestión de confianza.
Sin embargo, el martes por la mañana bastó retrasar unas horas el Consejo de Ministros para que, tras una negociación exprés con Puigdemont, el ómnibus se convirtiera en un minibús de tan sólo 32 asientos, aprobado de nuevo por decreto.
Y para que, por el mismo arte de birlibirloque, el planteamiento de la cuestión de confianza consiguiera la luz verde con el redundante matiz de que lo único que se requiriera al presidente fuera que, dentro de sus atribuciones constitucionales, la «considerara».
Ambas nuevas concesiones de Sánchez indican que, así como tratando con el PP lleva ya una década amartillado en el «no es no», cuando negocia con los nacionalistas cada negativa de hoy empieza a ser, no ya un sólido indicio de que cambiará de opinión, sino el propio preámbulo ritual de la rendición de mañana. El catálogo comenzó con los indultos y nos aboca ya rumbo a la inmigración.
Tampoco ha sorprendido a nadie la celeridad de Puigdemont para bajarse de la parra a la que se había encaramado de un salto. ¿Cómo se puede llegar tan fácilmente a un acuerdo con alguien a quien, a través de la portavoz Miriam Nogueras, se ha descalificado seis días antes como «trilero», «pirata», «mentiroso», «chantajista» o «prepotente»?
Pues porque, entre otras cosas, cuando ella vertía esa catarata de insultos ya se había producido la reunión secreta con el verificador internacional exigida por Puigdemont para que las aguas volvieran a su cauce.
Una vez más, Junts representaba una pamema para intimidar al PSOE y ganarle unos centímetros de apariencia en el cierre de un acuerdo, alcanzado como el de hace un año bajo la amenaza de elecciones anticipadas sin haberse consumado la amnistía.
Este recurrente cambio de papeles entre chantajista y chantajeado está empezando a generar tal atrofia de la sensibilidad externa, no ya entre el público sino entre los propios actores, que a este paso nadie moverá una pestaña la próxima vez que el otro advierta que viene el lobo.
La abstención de Feijóo era poco menos que obligada como forma de protesta por la imposición de una votación conjunta sobre una amalgama de medidas
Por desgracia, Feijóo tampoco ha quedado esta semana al margen de la ceremonia de la confusión, pues es inevitable que su anunciado «sí» al decreto minibús sea interpretado por una parte de su electorado como un inmerecido balón de oxígeno a Sánchez.
Algo perfectamente eludible, cuando lo racional y fácil de explicar hubiera sido la abstención. El PP debía descartar votar «no» -como si fuera Vox– estando de acuerdo con la subida de las pensiones, las subvenciones al transporte y las ayudas por la dana y quedando desgajadas casi todas las otras medidas que repudiaba.
Pero tampoco parece coherente ese «sí» porque implica avalar la entrega del palacete al PNV a costa del interés general y parchear la pasividad ante las ocupaciones ilegales con un fondo que compensará a los propietarios, de nuevo con dinero de todos. Es como si al ladrón de guante blanco se le permitiera quedarse con la joya sustraída, mientras el Estado indemniza a su víctima en metálico.
La abstención era además poco menos que obligada como forma de protesta por la imposición de una votación conjunta sobre una amalgama de medidas que, año tras año, viene sirviendo de sucedáneo a quien no tiene mayoría para presentar los Presupuestos. Votar sobre 32 cosas a la vez es menos malo que hacerlo sobre 80, pero sustancialmente no deja de ser igualmente tramposo.
Al margen de lo que ocurra con la aritmética parlamentaria, con el apoyo de sólo un 26% del electorado es imposible liderar una democracia
Cuando mi entendimiento lo requiera nunca dejaré de criticar a aquellos que más deseo que acierten. Bastante sumisión y servilismo cunde ya por doquier entre los medios, alentando la sensación de que la situación española está bloqueada mediante la escisión de la sociedad en dos compartimentos estancos.
Según esa tesis, la política sólo consistiría en movilizar al máximo a los tuyos a base de denostar y hasta criminalizar a los de enfrente, porque pase lo que pase nunca cambiará nadie de bando. Yo no soy tan pesimista.
Aunque desde el suicidio de Ciudadanos por el engreimiento de Albert Rivera, el centro haya dejado de tener representación propia -o precisamente por eso-, sigue habiendo un contingente decisivo de tres o cuatro millones de votantes que atienden a razones y pueden inclinarse indistintamente por el Gobierno o la oposición.
Entre otros motivos porque, a pesar de que las conductas de unos y otros se repitan de forma tediosa y previsible, emulando la «estúpida manía circular» del reloj que observaba Aute, sus efectos acumulativos hacen que el escenario no sea nunca el mismo. Los bañistas se zambullen, bracean y bucean de la misma forma, pero nunca lo hacen en el mismo río.
Lo que ocurre es que las mutaciones del cauce y el caudal tampoco son unívocas. Es obvio que no es lo mismo expresar una preferencia cuando el Ejecutivo presenta un crecimiento superior al 3% y el paro cae a su cota más baja desde la crisis financiera de 2008, que cuando la economía entra en barrena.
Por lo tanto, otras cosas igualmente trascendentes deben estar ocurriendo al mismo tiempo para que la intención de voto del Gobierno de coalición y sobre todo la popularidad del presidente Sánchez se sitúen en sus cotas mínimas y cayendo. Descontando al CIS del prevaricador Tezanos, no hay encuesta que no otorgue al PP por sí solo entre veinte y treinta escaños más que al PSOE y Sumar juntos.
Según SocioMétrica, Sánchez ya sólo tiene el apoyo de un 26% del electorado. Con una base tan menguada se podrá seguir mandando y él se las pinta solo para hacerlo. Pero, al margen de lo que ocurra con la aritmética parlamentaria, desde esa debilidad social es imposible liderar una democracia.
Un factor clave en el rampante rechazo social a Sánchez es la honda disconformidad que la mayoría siente con su manera de entender España
¿Por qué Sánchez es tan impopular si, como él dice, surca los cielos a bordo de «un cohete»? Tal vez suceda, en primer lugar, que esas cifras macroeconómicas, hinchadas por la inmigración, el turismo y el gasto público, no reflejen la realidad del poder adquisitivo de las familias.
Una cosa es que crezca la población activa -dentro de poco seremos 50 millones de habitantes en España- y por ende el PIB y otra que lo haga la renta per cápita cuando, pese al incremento constante del esfuerzo fiscal, estamos a la cabeza de la UE en índices de exclusión o pobreza infantil.
Pero junto a esta percepción alternativa de la situación económica, hay otro factor que a mi modo de ver tiene mucho más peso en el rampante rechazo a Sánchez y es la honda disconformidad que la mayoría siente con su manera de entender España.
Algo que no formaba parte de su ADN -recuerdo la bandera rojigualda más grande que vieron los siglos, bajo la que pronunció su primer mitin como líder del PSOE- sino que ha sido fruto de la polarización extrema que ha fomentado, hasta confundir el patriotismo constitucional con la «fachosfera». Y, por supuesto, fruto de esa determinación a «hacer de la necesidad virtud» con la que justificó el trueque de su investidura por la amnistía.
La «España plurinacional», inventada en cierto modo por Zapatero y enarbolada por Sánchez, no tiene arraigo ni siquiera entre gran parte de las bases del PSOE
Es indiscutible que la llegada de Illa a la Generalitat ha desactivado el dramatismo del procés. Pero eso no significa ni remotamente que exista respaldo social para desarrollar el contenido de los acuerdos suscritos con Junts y ERC, con el aplauso del PNV y Bildu. Ni en materia lingüística, ni de gestión de la inmigración, ni de la financiación.
Esa «España plurinacional», inventada en cierto modo por Zapatero con su funesto compromiso de apoyar «el Estatuto que venga de Cataluña» y enarbolada por Sánchez como telaraña para envolver y atrapar al PP, no tiene arraigo ni siquiera entre gran parte de las bases del PSOE.
No hay más que ver el entusiasmo -y la audiencia- que suscita Page, la doble victoria de Gallardo en Extremadura, la incapacidad de encontrar un candidato en Andalucía para competir desde esa plataforma contra Juanma Moreno o la desaforada ofensiva en todos los frentes para rescatar el voto que Ayuso arrebata al socialismo.
Es significativo que todos los liderazgos en los territorios que el PSOE pretende recuperar hayan sido alumbrados en el seno del Consejo de Ministros. ¿Tan escaso anda Sánchez de banquillo y capacidad de atracción de talento como para tener que desdoblar a cinco miembros de su gabinete en Madrid, Canarias, Andalucía, Valencia y Aragón, en claro detrimento de su papel institucional?
¿Y tan falto está de personal de confianza, como para atornillar al cargo a «su» Fiscal General del Estado, después del degradante espectáculo que supuso contemplar cómo se acogía al derecho de todo imputado a no colaborar con la Justicia, teniendo la obligación constitucional de hacerlo?
Puede que episodios así no muevan directamente a las masas, pero van calando en esas minorías que terminan inclinando la balanza. Y el debe de Sánchez en materia de calidad de la democracia se mezcla muy dañinamente para él con sus concesiones a los separatistas.
De aquí a marzo no le quedará otra que cerrar un acuerdo de cesión «integral» de la competencia de inmigración a la Generalitat de Cataluña
Por eso hoy no estamos donde estábamos hace quince días, cuando Puigdemont «suspendió» las negociaciones «sectoriales», porque el riesgo de que la mayoría del Congreso le pida al presidente, con mejores o peores modales, que presente una cuestión de confianza pende sobre él, al menos como media espada de Damocles. Y ya hemos leído lo que los dirigentes de Junts le han dicho a Alberto Prieto: el alto el fuego sólo durará un mes si no cumple sus promesas.
Eso significa que de aquí a marzo no le quedará otra que cerrar un acuerdo de cesión «integral» de la competencia de inmigración a la Generalitat de Cataluña. Y por mucho que trate de edulcorarlo con el control compartido de las fronteras entre Mossos y Guardia Civil, estará cruzando una de las más flagrantes líneas rojas de la soberanía nacional.
Algo que no pasará inadvertido porque a Puigdemont le importa más la apariencia del fuero que la dimensión del huevo -de momento en manos de Illa- y eso será lo que aireará: una situación única en la UE, en relación con el debate más inflamable del mundo desarrollado.
Será un punto de no retorno que Sánchez tratará de rentabilizar mediante la peregrinación a Canossa (Waterloo o más bien Bruselas) que vengo pronosticando. Allí pedirá los Presupuestos y se topará con la factura de la deuda histórica, la exigencia del cien por cien de los impuestos y a la postre con el referéndum.
Puede que él piense que el desprestigio que le acarreará esa senda de destrucción de la igualdad entre los españoles quedará compensado con dos años de campaña contra Trump y de reivindicación de su Estado Providencia y tierra de acogida como la versión siglo XXI de la Suecia de Olof Palme.
No le arriendo la ganancia en esa huida hacia delante respecto a los parámetros del mundo que va a configurarse. Como analista sigo creyendo que lo que más le conviene es convocar elecciones esta primavera, ufanándose de no haber cedido ante Puigdemont más que en medidas pacificadoras como la amnistía.
Pero, conociendo su trayectoria, si tuviera que apostar diría que Sánchez seguirá adelante en su camino de perdición y que por lo tanto el principal puñal que llevará clavado en la espalda a partir de estos próximos idus de marzo será el suyo propio.