Pedro Gómez de la Serna-ABC
- « ¿Está Europa, cuna del comunismo, del nazismo y del fascismo, en posición de dar lecciones históricas de democracia a los norteamericanos?»
Cuando el joven y aristocrático abogado que acababa de acceder a la judicatura, Alexis Henri Charles Clérel, vizconde de Tocqueville, solicitó al gobierno francés que le becara una estancia en los Estados Unidos para realizar un estudio sobre el sistema penitenciario norteamericano, no podía imaginar la dimensión que su trabajo iría adquiriendo a medida que avanzaba en el estudio de aquella peculiar democracia, ni mucho menos la trascendencia que acabaría teniendo su obra en el pensamiento político occidental. Dos siglos después, ‘La democracia en América’ sigue siendo una referencia esencial para los estudiosos de la libertad y la democracia. ¿Por qué razón la democracia había sido más viable en América que en Europa? El éxito no se debía ni a las leyes (que México trasladaría con evidente fracaso) ni a las condiciones naturales de aquel lejano país.
Tocqueville, que al final tuvo que costear de su bolsillo el viaje, marchó a América junto a su amigo Gustave de Beaumont, juez y aristócrata como él, y se ocupó de describir aspectos muy peculiares del sistema político y de la sociedad norteamericanos. ¿Qué tipo de democracia era aquella? Esa pregunta vuelve a ser hoy de lo más pertinente.
La primera lección que cualquier europeo debería aprender de Tocqueville es su escasa arrogancia democrática, quiero decir que, partiendo él de un país que acababa de sufrir los efectos de la revolución francesa, o precisamente por eso, el autor de ‘La democracia en América’ nunca se planteó su viaje, ni la redacción de su formidable ensayo, como si solo los europeos tuviéramos la fórmula infalible de la democracia; o por decirlo de otra manera, como si la democracia fuera patrimonio europeo. Tocqueville no fue con la planilla europea para comprobar si el régimen norteamericano encajaba o no en ella. Era evidente que, después del enorme derrape del terror revolucionario y de las masacres napoleónicas, Europa no estaba en condiciones de establecer el «canon democrático». Los europeos hemos olvidado esa humildad de Tocqueville.
Demos un salto de dos siglos y situemos esa modesta reflexión a la altura de nuestro tiempo. Hagámonos algunas preguntas. Por ejemplo: ¿está Europa, cuna del comunismo, del nazismo y del fascismo, en posición de dar lecciones históricas de democracia a los norteamericanos? O esta otra: ¿acaso la deslegitimación burocrática de las instituciones comunitarias justifica los aires de superioridad democrática con los que a menudo analizamos la política en los EE.UU.? O esta: ¿es coherente que los mismos que defienden la equivalencia entre civilizaciones y justifican –con su mala conciencia de colonizadores y su relativismo cultural– la restricción de derechos fundamentales en los países europeos por mor del origen cultural o racial de sus habitantes (v. gr., la discriminación de la mujer), juzguen a los norteamericanos como seres poco refinados, elementales y primarios? Lo último que hemos exportado los europeos a la democracia norteamericana ha sido el fermento de la cultura ‘woke’, cuyo origen está en las insufribles elucubraciones de autores europeos como Foucault o Derrida, la llamada ‘French Theory’ de los filósofos posmodernistas. Un movimiento, el de la cultura ‘woke’, que con su intolerancia, su radicalidad y su fanatismo ha estado a punto de destruir la democracia norteamericana y ha llevado a su sociedad a un nivel de fractura que no se veía desde la guerra de secesión. No es como para sentirse especialmente orgullosos. Tocqueville advierte que la tiranía de la mayoría es la principal amenaza del sistema democrático. Lo que no podía imaginar es que otros europeos, dos siglos después, sentaran las bases teóricas de la tiranía de las minorías y que América sería el banco de pruebas de una nueva amenaza para la libertad y la igualdad, tomando en vano el nombre de las dos.
Cuando Tocqueville partió hacia América con el objetivo (o la excusa) de estudiar el sistema penitenciario de ese país, iba también en busca de los elementos sociales y políticos que habían hecho posible la democracia en América; mientras, Francia había sucumbido a los errores de la revolución y había hecho imposible, hasta ese momento, la normalización democrática. Tocqueville, plenamente consciente, dejó a un lado la arrogancia democrática y se dispuso a aprender, haciendo suyo el viejo lema que Kant atribuyó a la Ilustración: atrévete a saber.
Lejos de la senda de Tocqueville, los medios de comunicación transmiten hoy una visión insoportable del pueblo norteamericano y de Trump. La crítica es siempre feroz, despreciativa, de brocha gorda, reduciendo al personaje y a sus partidarios al puro esperpento, mientras nos escamotean las razones de su éxito electoral o de su proyecto político. Se nos induce a creer que los llamados trumpistas (una mayoría de los norteamericanos) son seres por civilizar. ¿No podríamos tener juicios algo más objetivos, fidedignos y veraces? Trump va a cambiar el orden mundial, eso es evidente. Y además quiere preparar a los Estados Unidos para liderar la nueva etapa, cosa nada fácil y bastante comprensible. Deberíamos preocuparnos de situar a nuestro país en el lugar adecuado, con las reformas que fueran necesarias, antes de denigrar de forma poco inteligente, demagógica y facilona a la nueva Administración de la nación más poderosa y más determinante de nuestro mundo.
Cuentan que la aviación norteamericana, cuando el desembarco en Normandía, destruyó el tejado de la casa de Tocqueville y que sus descendientes, para reparar el derrumbe, tuvieron que vender a los propios norteamericanos el manuscrito original de ‘La democracia en América’. Quizás Trump vuelva a destruir la casa de Tocqueville. O quizás los europeos tengamos que volver a vender a los americanos el manuscrito para que no lo olviden y, de paso, para poder reconstruir nuestra ruina; quién sabe. Pero lo que es seguro es que, mientras nos ocupamos en despreciar cuanto ignoramos, vamos avanzando en la degradación de la democracia en España, en la desarticulación de la división de poderes, en la ruptura de la convivencia política, en la liquidación de la Constitución, en la invasión de las instituciones, en la toma del poder económico, en la conversión de los medios de comunicación en correas de transmisión del poder político, y en la creación de espacios y poderes que escapan al control democrático, al Derecho y a la Justicia. ¿De verdad, somos mejores que ellos?