Javier Zarzalejos-El Correo

  • Imaginemos a Orbán con su esposa imputada por actividades lucrativas, con ‘su’ fiscal general investigado por filtrar información perjudicial para una rival política

España vive un peculiar ensimismamiento. Estar ensimismado remite a una mirada interior, un estado contemplativo de serenidad e introspección. Aquí vivimos un ensimismamiento frenético, vertiginoso, casi paroxístico y, peor aún, profundamente estéril.

En nuestro país no hay planteado seriamente ninguno de los debates en los que todos reconocerían que deberíamos concentrarnos. Tomemos la inmigración, por ejemplo.

Mientras en la Unión Europea desciende notablemente el número de entradas irregulares, que en la ruta del Mediterráneo central y los Balcanes se ha desplomado, Canarias se convierte en la puerta de entrada de la inmigración irregular dejando consigo el problema de la atención de los menores no acompañados y centrifugando a la Península a los adultos. Sin embargo, ¿dónde está el debate? Pues en el traspaso de competencias en esta materia a la Generalitat de Cataluña, incluido el papel de los Mossos d’Esquadra en el control fronterizo. No consta que ningún estudio apoye la pretensión de los nacionalistas -con Illa de espectador- en el sentido de que esta transferencia mejore la eficacia del control de fronteras ni que los Mossos se encuentren mejor dotados para ese cometido. Es una exigencia de Puigdemont, y basta. Basta para que Sánchez mantenga la presidencia del Gobierno y que incluso pueda alardear de estabilidad. La estabilidad que da la parálisis, se entiende.

Somos extraordinariamente sensibles al retroceso en el respeto al Estado de Derecho siempre que se trate de Hungría o de Polonia hasta la derrota del Partido Ley y Justicia. Y sin embargo, una parte de la opinión publicada, alineada con el Gobierno hasta extremos sonrojantes, en otro tiempo celosa guardiana del respeto escrupuloso a las garantías procesales y la independencia judicial, ahora banaliza casos de una gravedad extrema, es decir, niega que el Estado de Derecho sea una cuestión que merece la pena debatir.

Si tradujéramos al húngaro lo que está pasando, algunos editoriales arderían de indignación y exigirían no ya la retención de fondos de la Unión Europea sino la expulsión de Hungría. Imaginemos a Orbán -cuyo partido fue expulsado del Partido Popular Europeo, que nadie se equivoque- con su esposa imputada por actividades lucrativas sin valor académico. Imaginemos a Orbán con ‘su’ fiscal general investigado por filtrar información perjudicial para una rival política. Imaginemos al hermano de Orbán al borde del procesamiento por nombramientos no explicados y actividades más bien poco productivas. Imaginemos a un Ábalos en Budapest. Pues no, el problema aquí son los jueces que investigan y eventualmente juzgarán. El ensimismamiento entretenido del escándalo diario nos releva de otras consideraciones.

Si tratamos de la política exterior, España empieza a recoger lo que este Gobierno ha ido sembrando con una política exterior de la factoría ideológica del sanchismo, torpemente ejecutada y atenta solo al mejor servicio de la proyección narcisista del presidente del Gobierno. Lo de Oriente Próximo es una debacle de la política exterior española, después de adornarse con el reconocimiento de un Estado palestino inexistente y no dejar de verter irritantes consideraciones en cada uno de los temas más sensibles para Israel, en el origen víctima del conflicto después de sufrir una masacre sin precedentes después del Holocausto.

La combinación de pretendido buenismo con incompetencia y sectarismo está resultando letal. No se salva Iberoamérica. El ministro Albares anunciaba días atrás con la solemnidad hueca que caracteriza su retórica que Madrid albergará la Cumbre Iberoamericana en 2026. Lo cierto es que bajo este Gobierno esas cumbres han llegado a su mínimo histórico. El hecho de que en varios ejecutivos, como los de Chile, Colombia, Bolivia o Brasil, se sienten presidentes cuyo parentesco ideológico reclama la izquierda no parece que esté ayudando a fortalecer esa relación. Tampoco los silencios benévolos hacia regímenes odiosos como el de Maduro o la Cuba mausoleo de los Castro.

Con un Parlamento de hecho prácticamente cerrado que hace bueno aquello de Sánchez de que gobernaría con o sin el Poder Legislativo, las bases deliberativas de un sistema democrático se debilitan hasta tal punto que la política se convierte en un terreno estéril para la confrontación de ideas y la discusión de proyectos que deberían constituir la agenda del país. Por eso, estamos condenados a que la realidad tarde o temprano nos asalte mientras a la política se le fuerza a instalarse en el tacticismo cortoplacista, que puede revelarse útil para mantener el poder, pero que no sabe qué hacer con él.