- Sólo nos faltaría ya que el Estado regulase qué es lo que podemos o no amar u odiar. ¿Qué humano quedaría entonces exento del presidio?
«Odio y amo ¿Por qué lo hago?, tal vez te preguntes. / Yo no lo sé, mas así lo siento y ello me crucifica». ¿Procede cancelar, por violación del Código Penal, los versos del Catulo que por igual odia y ama?
Las jergas se nutren del lenguaje común. Y lo desplazan a su conveniencia. Hay jergas médicas, jergas informáticas, jergas delictivas, jergas musicales, jergas jurídicas, jergas artesanales, jergas académicas… Sin ellas, el reconocimiento de grupo sería más gravoso. Pero, a la larga, los usos jergáticos permean el habla común. Y la corroen. Hasta imponer, tantas veces, significados incompatibles: nacen de ahí muy incómodos malentendidos. Y los malentendidos lingüísticos tienen consecuencias. «Denominar mal un objeto es añadir desdicha al mundo», postulaba Camus.
Pocos usos lingüísticos hay más bobamente repetidos en la cháchara de estos años que el que se exalta contra un llamado «discurso del odio»: aguachirle verbal, cuya solemnidad camufla casi siempre la aplicación en demonizar a quien a uno le es antipático. También ser analfabeto es un derecho; seamos pacientes. Y exáltese aquel a quien nada mejor complazca.
El problema serio es que la universalización del tópico «discurso del odio» como anatema universal tiene un fundamento: la poca cautela con la que los juristas desplazaron un término de la lengua común, «odio», al ámbito de lo que los códigos penales regulan como un delito. Claro está que ese delito fue tipificado. Y que esa tipificación no es coincidente con el área semántica del habla común. Pero el retorno de la jerga (jurídica, en este caso) al habla cotidiana ha sido inexorable. Y, al final, cualquier descerebrado acaba por dar como evidencia que odiar es delinquir.
Salmo 139: 21-22: «¿No debo odiar, Yahveh, a quienes te odian, sentir aversión de aquellos que se alzan contra Ti? Con un odio perfecto yo los odio». San Agustín, al comentar al salmista, matiza con extrema finura la complejidad ética del odio. No lo condena; lo sitúa: «¿Qué significa aquí ‘con odio perfecto’? Odiaba en ellos sus maldades, pero amaba lo que es creación tuya. Esto significa odiar con odio perfecto: no odiar al hombre a causa de sus vicios, ni amar a los vicios por los hombres». Y, sobre el paradigma del Moisés bíblico, construye él su propio concepto: «con esa perfección odiaba la maldad que castigaba, de forma que amaba la condición humana por la que oraba».
¿De qué habla el artículo 510 del Código Penal español cuando tipifica lo que allí se designa como «delito de odio»? No habla, desde luego, del afecto al que llamamos «odio», ese al cual la Ética de Spinoza definía como «una tristeza acompañada por la idea de una causa exterior», en espejo del amor visto como «una alegría acompañada de una causa exterior». Ni de ese «odio» al que el diccionario de la RAE da como «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea». Elegante o inelegante, arrogante o grotesco, exaltador o despreciable, grandioso o ridículo, el odio –como el amor– pertenece, en su uso común, al ámbito de los afectos y pasiones, de cuya combinatoria se tejen los comportamientos morales. Que, como tales, no acota el derecho.
La ley tasa actuaciones o inducción a ellas. En modo alguno sentimientos, afectos o desafectos. El artículo 510 cataloga y pena las «discriminaciones» o «violencias» que puedan ejercerse «contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad». Fuera de esa prolija enumeración, el odio carece de entidad penal. Sólo nos faltaría ya que el Estado regulase qué es lo que podemos o no amar u odiar. ¿Qué humano quedaría entonces exento del presidio?
«Odio y amo ¿Por qué lo hago?, tal vez te preguntes. / Yo no lo sé, mas así lo siento y ello me crucifica». ¿Habremos de cancelar, al fin, los versos de Catulo?