- Nadie está obligado a entrar en la carrera judicial. Si lo hace, debe saber que todo cuanto perpetre tomará, no la tenue resonancia de una virtud o de un vicio privados, sino la gravedad irreversible de un acto simbólico
«Agonía». Cinco acepciones en el Diccionario de la RAE. De la primera y más usual, que la da como «angustia y congoja del moribundo, estado que precede a la muerte», a la quinta, que se atiene a su etimología griega: «lucha, contienda».
De la serie completa, deduce el lector una connotación necesariamente trágica: en el «agón» veían los griegos la tensión de combate que define la virtud guerrera. Era la única virtud, la única «arété», la sola fuerza que da sentido a una vida digna. Lo era en los cantos homéricos: desde su arranque en la cólera destructiva del Aquiles al cual fue sustraída su parte en el botín, hasta el retorno de Héctor a un combate en el cual sabe que su destino será la derrota.
Pero el agón perdura más allá del tiempo homérico de los héroes. Esquilo, Sófocles, Eurípides habrán de revestirlo de esa grandeza solemne que fija para siempre los rasgos de la tragedia en la Atenas de hace dos mil seiscientos años. Hasta nosotros. El empecinamiento en combatir sin otro horizonte que el de ser aniquilado define su paradoja. Que es, en el límite, la paradoja humana: al final, todos mueren. No de la misma muerte: mueren con la grandeza majestuosa de Héctor en la Ilíada, o bien tragados por el ridículo al que Atenea arroja al incauto Áyax en la tragedia de Sófocles.
Al cabo, todo se juega en los modos del combate: que determinan el honor o la vergüenza. Y viene todo a resumirse en un tópico que acuñara Plutarco acerca de la grandeza de Pompeyo: navigare necesse est, vivere non necesse. «Navegar es necesario, vivir no». En suma: el honor prevalece sobre la vida. Pervive aquel en la memoria; perece esta en nuestro breve tiempo. Ser digno es necesario; no lo es vivir.
Se hace más que difícil entender la agonía a la cual se viene sometiendo un hombre, Álvaro García Ortiz, al cual su cargo impone anteponer verdad y honor por encima de intereses. Nadie está obligado a entrar en la carrera judicial. Si lo hace, debe saber que todo cuanto perpetre tomará, no la tenue resonancia de una virtud o de un vicio privados, sino la gravedad irreversible de un acto simbólico. Un pequeño chorizo que le levanta en el metro la cartera a su vecino, no es más que anécdota sin brillo. Un magistrado en ejercicio que ejerciera el mismo arte, estaría asentando una vergüenza sin cuya inmediata amputación una fracción primordial del Estado quedaría deslegitimada. Nadie está obligado a ser juez, ni fiscal, ni siquiera fiscal general. Quien opte por entrar en ese cursus honorum debe asumir que para él la constricción de las leyes y de las normas morales tomará el peso de un deber imperativo. Y que, de llegar a violar unas u otras, sólo el duro ostracismo le quedará como refugio: la permanente agonía de mirarse en el espejo y de no ver en él más que una imagen insoportable.
Un hálito de piedad me puede cada vez que veo su rostro en los periódicos. Puede que haya delinquido: eso habrán de sentenciarlo los jueces. Ha transgredido moral y estéticamente sus deberes, al rehuir ante su juez instructor aún el elemental principio de narrar lo hecho. No será un delincuente hasta que sentencia firme así lo dicte. Es un personaje agónico. En la acepción más triste de ese término: aquel que manda sobre él ha decidido ya su muerte moral y cívica. Y él acepta con mansedumbre la imposición de quien lo llama «suyo». Y ni siquiera se insurge al saber que el jefe del Gobierno ha decidido hacer de él saco terrero tras el cual parapetarse.
¿Y cómo no añorar aquella grandeza de la tragedia clásica, en la cual perecer salvaba de ser indigno? Racine daba fórmula clara a esa agonía digna: «No es necesario que haya sangre ni muertos en una tragedia: basta con que todo en ella esté atravesado por esa tristeza majestuosa en la cual se cifra todo el placer de la tragedia».
Pero no, esta agonía del fiscal general de ahora, al cual su jefe máximo arrastra por el deshonor y el cieno, nada tiene de trágica. Es apenas un pésimo sainete. Que deja un regusto de asco. Sólo.