Iván Igartua-El Correo

Catedrático de Filología Eslava de la UPV/EHU

  • La sintonía de Trump con Putin no presagia nada bueno para Kiev, salvo que medie interés económico para el presidente y su camarilla

Una de las pocas promesas electorales que el renovado presidente de EE UU no ha cumplido aún es la que afecta a la guerra en Ucrania, conflicto que iba a solventar -eso dijo- en veinticuatro horas una vez que jurara el cargo. Por las manos de Trump han pasado decenas de decretos u órdenes ejecutivas que ha firmado con trazo grueso -el que le permiten los rotuladores ‘extrasize’ que empuña para estampar su extensa rúbrica- y a veces entre multitudes que vitoreaban cada autógrafo del mandatario.

Han transcurrido varias semanas desde la toma de posesión, y del plan para forzar a Putin a dejar de atacar Ucrania solo se ha oído algún que otro rumor, normalmente acompañado por declaraciones presidenciales más o menos imprecisas acerca de la necesidad de terminar con una «guerra ridícula». Es posible que el retraso, especialmente llamativo dada la prisa que Trump parece tener en adoptar las decisiones más arriesgadas (por no decir temerarias), pueda achacarse a la prioridad que se ha otorgado al conflicto entre Israel y Hamás. El disparate de desplazar a la población gazatí a otros países -una deportación masiva en toda regla- ha eclipsado estos días cualquier otro debate o consideración geopolítica. Podría pensarse incluso que ese era el efecto que buscaban en Washington para desviar de esa forma la atención mediática del minucioso proceso de desmantelamiento de la Administración que están tratando de llevar a cabo en tiempo récord.

Los recelos de Zelenski ante las expectativas creadas con la victoria de Trump resultan más que justificados. La sintonía de Trump con Putin durante el mandato anterior y su inclinación casi instintiva hacia el más fuerte no hacen presagiar nada bueno para Ucrania, salvo que medie algún interés económico particular en el que el presidente estadounidense y su camarilla puedan sacar tajada a cambio de algún tipo de apoyo. Sin algo así, la precaria resistencia ucraniana puede verse cada vez más mermada y sin garantías de continuidad.

Lo declaraba sin tapujos Nikolái Pátrushev, asesor de Putin y exdirector del FSB, en una entrevista a ‘Pravda’ en vísperas de la investidura de Trump. Según Pátrushev, Ucrania podría dejar de existir este mismo año, en especial si, como defienden desde el Kremlin, las negociaciones tienen lugar directamente entre Rusia y EE UU, sin la participación de otros países y, menos que ninguno, de Ucrania, naturalmente. Lo que viene a confirmar que, por mucho que la ‘operación especial’ se hubiera reorientado hacia la consolidación del control ruso en el este de Ucrania -cambio impuesto por la fallida invasión a gran escala de todo el territorio-, el objetivo último sigue siendo para algunos el sometimiento del conjunto del país.

Lo que suena ya a sarcasmo, cínico e insultante, es que, pese a todos los crímenes de guerra perpetrados por las tropas rusas, individuos como Pátrushev sigan considerando a los ucranianos «un pueblo hermano, unido a Rusia por lazos centenarios». Durante estos tres años Moscú ha dejado meridianamente claro hasta dónde pueden llegar las consecuencias de esa fraternidad (o, más bien, las que acarrea la tentación de rechazarla).

Desde la perspectiva del Kremlin, el momento, además, no es especialmente propicio para concesiones o actos de generosidad tardía (que, por cierto, nadie espera). Lituania, Letonia y Estonia acaban de independizarse definitivamente del suministro eléctrico ruso, quizá uno de los últimos nudos que los mantenían aún ligados en cierto modo a Rusia. Es otro ámbito de influencia que Moscú pierde y que deja más aislado que antes el enclave ruso de Kaliningrado, entre Lituania y Polonia. No es descartable que esa región se convierta en otro foco de tensión que el Kremlin pueda atizar en el marco de su plan general de desestabilización de Europa.

Lo único que podría infundir alguna esperanza de futuro en Ucrania es el agotamiento acumulado tras tres años de invasión, algo que afecta a las fuerzas tanto de un bando como de otro, y la situación de estancamiento, la ausencia de avances definitivos que pudieran decantar el conflicto hacia un lado u otro. En el caso del ejército ruso, el refuerzo proporcionado por los ‘10.000 norcoreanos’ -tal vez pasen así a la historia- no parece haber sido ni mucho menos determinante en la región rusa de Kursk, donde Ucrania sigue manteniendo varias de sus posiciones y que es la baza fundamental para evitar grandes pérdidas territoriales en una futura negociación con Rusia.

Aunque lo de negociar está por ver. Astolphe Louis Léonor, marqués de Custine, escribió en sus ‘Cartas de Rusia (1839)’ que «el emperador de Rusia es un jefe militar y cada uno de sus días es para él un día de lucha». El marqués se refería, en particular, a Nicolás I; hoy día Putin sigue dando, sin duda, el perfil.