Ignacio Camacho-ABC

  • María Luisa Gutiérrez tuvo el coraje de recordar, con Sánchez en la sala, que sin las víctimas de ETA no puede haber memoria democrática

Fue como un trueno en la gala de los Goya. En esa atmósfera ensimismada, narcisista, vanidosa de sedicente superioridad moral desplegada sobre la alfombra roja, la productora de una de las películas ganadoras sorprendió con un valiente alegato sobre la memoria. La ‘otra’ memoria histórica. La del terrorismo y sus víctimas, ausente de la fiesta del cine español desde aquel ya remoto día de 1998 en que José Luis Borau levantó sus manos blancas como homenaje a Alberto Jiménez Becerril y su esposa, recién asesinados en una calle sevillana. Y en la noche de las críticas a Trump, de las proclamas por Palestina y por la vivienda –bajo el patrocinio de Airbnb, tiene guasa– y de la vergonzosa preterición de una actriz cancelada, María Luisa Gutiérrez reivindicó desde el escenario a Covite, a Gregorio Ordóñez y a los policías que, como la protagonista de ‘La infiltrada‘, se jugaron la vida y a veces la perdieron en la lucha contra la violencia etarra. Y pidió, con Pedro Sánchez presente en la sala, que esa memoria del sufrimiento «también» sea conmemorada y agradecida como parte esencial de la defensa de la democracia.

A partir de un caso verídico, documentado, ‘La infiltrada’ resulta un ‘thriller’ excelente, creíble, tenso, de potente nervio dramático. Si acaso se puede echar de menos una mayor profundidad en la recreación del clima opresivo generado por ETA en el País Vasco, que resulta una referencia casi meramente ambiental, escenográfica, en el relato. Sin ese elemento esencial del contexto político e ideológico, la peripecia de la agente introducida en la banda no se diferencia demasiado de la de cualquier topo en una mafia de narcos. Pero aun así funciona gracias a un ritmo vibrante, una interpretación competente y una dirección ajustada al canon del ‘noir’ cinematográfico. Y tiene la doble virtud de devolver a los espectadores adultos a un tiempo oscuro que necesita ser recordado, y a la vez de motivar a los jóvenes para interesarse por un pasado colectivo trágico.

Eso fue lo que hizo Gutiérrez en tres minutos de alocución valiente y sincera. Sacudir la conciencia biempensante de sus colegas saliéndose de la agenda convencional de las causas políticamente correctas. Mostrar los elefantes que se pasean por la habitación de la cultura oficial sin que nadie quiera ni parezca ver sus enormes orejas. Incluso reivindicar las películas taquilleras –al fin y al cabo es socia de Santiago Segura– que la soberbia intelectual del gremio desprecia. Y sobre todo, rendir tributo a las víctimas que han mantenido encendido el fuego de la resistencia contra la agresión, ahora olvidada cuando no premiada, que durante décadas sumió al país entero en una pesadilla sangrienta. Ya era hora de que alguien llevase siquiera un trozo de realidad a esa velada rebosante de hueca autocomplacencia. Memoria sí, pero memoria completa.