Ignacio Camacho-ABC

  • Tenía que ser precisamente en Múnich donde se empiece a negociar una derrota. Guiños siniestros de la Historia

Hombre, hombre, ya podían haber elegido otro sitio que no fuera Múnich. Parafraseando a Bogart en ‘Casablanca’, de todas las ciudades de todos los países del mundo hay que reunirse precisamente en ésa, la que trae a la memoria la ignominia del apaciguamiento de los Sudetes. La de la profética frase de Churchill sobre el deshonor y la guerra, primero uno y después la otra. La de la conferencia que transigió con la política anexionista de Hitler y le dio carta blanca para acabar invadiendo Polonia. Vaya por Dios, Polonia. La nación por cuyas fronteras, convertidas en nudos corredizos de la Historia, se han paseado a menudo los peores demonios internos de Europa. Y pueden volverlo a hacer si la futura paz de Ucrania desemboca en el encubrimiento de una derrota.

Ya es significativo que la cumbre entre Trump y Putin esté proyectada en Arabia. El líder ruso ha de tener cuidado con las salidas de su país porque está reclamado por la Corte Penal de La Haya. El paralelismo con Yalta recuerda el aforismo de Marx sobre la repetición histórica, en este caso como una suerte de broma macabra. Da la ¿casualidad? de que fue Crimea la primera pieza ucraniana que Rusia se comió hace una década aplicando la táctica de las realidades consumadas. Ese ‘statu quo’ ya ni se discute; quedará fuera de cualquier reconfiguración del mapa que pueda derivarse de las negociaciones en marcha. Pragmatismo, lo llaman.

Pero eso sucederá más tarde. En el hotel Bayerischer Hof sólo se va a hablar de gastos militares y de la necesidad –cierta, y cada vez más perentoria visto lo visto– de que las naciones europeas se rearmen. Un hotel donde Putin anunció hace dieciocho años su proyecto expansionista sin que le hiciera demasiado caso nadie. Ahora es el presidente de Estados Unidos el que apunta a Groenlandia como un territorio codiciable. Ha vuelto, con inexplicable naturalidad, la trágica teoría del ‘lebensraum’, el espacio vital que las grandes potencias reivindican para ensancharse. Y cualquiera se atreve a recordar que esa doctrina fue la base del delirio nazi. Mucha revolución tecnológica y mucha globalidad digital para acabar volviendo a las viejas, seculares, primitivas ambiciones territoriales.

Quizá haya que resignarse a ver, o al menos barruntar, el final del orden de la posguerra. El constitucionalismo liberal resiste a duras penas el empuje de los populistas autoritarios dispuestos a diseñar una mutación geoestratégica. Las guerras comerciales y las barreras arancelarias son mal menor ante las amenazas serias de regresar a la expeditiva razón de la fuerza. El espíritu de Esparta renace por todo el planeta mientras la UE sigue mirándose con autocomplacencia en el espejo (cóncavo) de Atenas. Aunque, de nuevo la parodia tras el drama, el ideal de progreso de la construcción europea haya derivado en bobadas superfluas como la del taponcito de las botellas.