- Se trataba de una ofensa para las víctimas y para la dignidad de nuestro país. Un terrorista condenado llamando terrorista a un Estado contra el que atentó
Los infames Sánchez, Armengol y Puigdemont acaban de depararnos en el Congreso de los Diputados uno de los episodios más vergonzosos que recordar podemos. Del tercero nada bueno se podía esperar: vendió a sus fieles que acabaría con España y en ello está, con fruición, ahínco y siete votos. Aun así, lo de la pareja socialista es, si cabe, más deplorable. Ambos prometieron defender la Constitución y son la segunda y tercera autoridad del Estado, pero ni el uno ni la otra tienen presupuesto que votar en la Cámara; la producción legislativa es ínfima por la debilidad de su partido, y el control al Ejecutivo es bloqueado semanalmente por la presidenta de las Cortes, una ministra más del César Sánchez. Así que, a falta de otro entretenimiento, ambos abrieron la puerta a un sanguinario asesino para que nos diera lecciones de investigación antiterrorista.
El oprobio de los presidentes de dos de los tres poderes nucleares del Estado es mayúsculo: respaldaron el jueves con su voto el dislate golpista de que el Estado fue cómplice de los atentados de Barcelona y Cambrils en agosto de 2017, en el que los yihadistas asesinaron a 16 personas y dejaron a decenas heridas. Lo hicieron permitiendo que un criminal —el único que queda con vida de aquella masacre—, condenado a 43 años, hablara en la sede de la soberanía nacional, dejando a su paso una foto indigna para nuestra democracia. Todo porque Pedro se comprometió hace dos veranos a que, a cambio de los votos de Junts a Francina, él facilitaría una delirante comisión para «investigar» esos actos terroristas, cuya verdad judicial obra en una sentencia firme.
Realmente la comisión no es para indagar sobre los ataques; no. Es para dar carta de naturaleza a la cochambre panfletaria de Puchi, que intenta desde hace ocho años sembrar la duda sobre la autoría del atentado en Las Ramblas. Desde entonces, e incluso en los actos de homenaje a sus víctimas, todo se ha emponzoñado con la materia mezquina que destila el nacionalismo: usar cuanto tiene a su alcance, incluida la muerte de inocentes, para crear conspiraciones paranoicas que señalen siempre a España. La desvergüenza ya tocó la cima cuando el exconseller de Interior, Joaquim Forn, condenado a diez años y medio por sedición por el Tribunal Supremo e indultado por Sánchez, acusó, con los cadáveres todavía calientes, al CNI y a Soraya Sáenz de Santamaría de ocultarles información previa de aquella atrocidad.
Es difícil llegar a mayor grado de mezquindad que la que derrochan Puchi, Forn y ahora Armengol y Pedro. El 25 de mayo de 2017 los servicios de inteligencia norteamericanos avisaron de que el autodenominado Estado Islámico estaba planeando ataques terroristas contra emplazamientos turísticos muy concurridos en Barcelona, específicamente en Las Ramblas. Ese mismo día los servicios de inteligencia españoles le trasladaron la advertencia a los Mossos, cuerpo encargado de la seguridad ciudadana en Cataluña, a las órdenes de Josep Lluís Trapero, bien conocido por su implicación en el golpe de octubre de 2017, y de vacaciones el día del atentado. Pues bien, Trapero negó durante semanas haber recibido el aviso del CNI y, solo cuando El Periódico de Cataluña publicó la información contrastada, hubo de reconocer que había mentido.
Washington confirmó por escrito cuatro días después del acto terrorista que él mismo hizo llegar la advertencia al Gobierno catalán, además de hacérselo saber al Ejecutivo español. Ahora, Junts se cobra su apoyo a la socialista balear y ha sentado a un energúmeno, con las manos manchadas de sangre, en un asiento que pagamos entre todos pero que cada vez se parece más a un estercolero que a una tribuna parlamentaria.
Hasta allí hemos pagado un viaje desde la cárcel de Córdoba, con todo el despliegue de seguridad que hubo que proporcionar al hemiciclo, a Mohamed Houli, que abonó las teorías conspiranoicas sin aportar, naturalmente, ni una sola prueba. Hasta llegó a insinuar que el imán de Ripoll, clave en la autoría de la matanza, estaba vivo y había trabajado para los servicios secretos españoles. Eso sí, ni palabra dijo sobre los objetivos de la célula yihadista a la que pertenecía ni qué papel tenía él en la misma.
Nadie: ni el Supremo, ni los Mossos, ni el CNI, ni la Audiencia Nacional, ni la fiscalía, ni la Guardia Civil, ni el Ministerio de Defensa, nadie se ha creído jamás tamaña barbaridad. Aun así, el presidente español decidió permitir una comisión tan infame como ésta a cambio de un poco de oxígeno para su calamitosa legislatura. El PP se levantó cuando vio llegar la aberración vestida con chándal rojo, puesto que nadie podía creerse que el juez de vigilancia penitenciaria —menuda calamidad— le permitiera viajar a Madrid. Afortunadamente Vox verbalizó lo que todos pensábamos: que se trataba de una ofensa para las víctimas y para la dignidad de nuestro país. Un terrorista condenado llamando terrorista a un Estado contra el que atentó. Y desde dentro del Congreso; como un diputado más. El presidente ha abierto otro melón que nos lleva a pensar: ¿si a los presos se les va a permitir ocupar el sitio de los honorables diputados, se va a invitar a estos a que ocupen el lugar que dejan los honrados delincuentes?