Este lunes puede considerarse el día fundacional del nuevo momento geopolítico inaugurado en la Cumbre de Múnich del pasado fin de semana, que certificó la fractura del eje transatlántico precipitada por la desvinculación estadounidense de la seguridad europea.
Se trata de la primera vez en mucho tiempo que vuelve a hablarse sobre el envío de una misión europea a un país en guerra, aunque la naturaleza que adoptase esta operación es aún muy nebulosa. Ha sido el británico Keir Starmer quien, en la cumbre informal de líderes europeos hospedada este lunes por Emmanuel Macron en el Elíseo, ha puesto sobre la mesa la posibilidad de enviar fuerzas de pacificación europeas a Ucrania, ofreciéndose a destinar tropas británicas.
El protagonismo que se ha arrogado Starmer, recuperando una propuesta lanzada por Macron hace un año, es indicativo de que Reino Unido y Francia se postulan para asumir el liderazgo militar de Europa.
No cabe minusvalorar la trascendencia de este hecho: Reino Unido ha determinado regresar al tablero europeo tras el cisma del brexit. Y es que, al final y al cabo, no ha dejado de ser la primera potencia militar de la región.
Starmer siempre estuvo decidido a vehicular la reconciliación con el continente a traves de la cooperación en materia de seguridad. Pero el segundo mandato de Trump, conducente al agrietamiento del consorcio euroamericano, le ha colocado en una mejor posición para restañar la diplomacia con EEUU. E intentar así que no deje sola a Europa en el apoyo a Ucrania, y que Washington no se desentienda de las garantías de seguridad necesarias para que haya una paz duradera en la frontera este de la región.
La convocatoria urgente de los socios europeos, la OTAN y las autoridades comunitarias a la cumbre informal en París habla igualmente bien de Macron. Superado el shock por la acelerada deserción estadounidense de Europa, los socios han demostrado una rápida respuesta para empezar a delinear una respuesta conjunta a la exclusión a Europa de las negociaciones para el armisticio con Rusia.
Lo cual no quita para que en la reunión haya quedado patente la división ante el escenario de un envío de tropas de paz a Ucrania. Alemania y Suecia se han mostrado reticentes, mientras que Polonia lo ha rechazado.
España se ha puesto de perfil, a la espera de que se decante el consenso de los Estados miembros en un sentido o en otro. Y Pedro Sánchez se ha limitado a reafirmar su compromiso de cumplir con la OTAN y alcanzar próximamente un gasto del 2% del PIB en defensa que ya ha quedado desactualizado. Es difícil no ver en esta indeterminación un mal augurio sobre la irrelevancia que parece reservada a España en el alumbramiento de la nueva arquitectura defensiva europea.
Supone una desgracia innegable la retirada del protagonista de la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. Y una contrariedad enorme que un socio histórico esté ahora marginando a los europeos de la negociación para acabar una guerra en su territorio, alentando una guerra comercial con la UE y espoleando al populismo euroescéptico.
Pero esta adversidad constituye al mismo tiempo una oportunidad para que Europa se desembarace de la dependencia del hermano mayor americano. Aunque la Administración Trump vaya a tratar de explotar las divisiones internas de Europa, este puede ser el espaldarazo definitivo para que Europa acometa la integración militar pendiente.
Porque hay que asumir que el eterno afán por lograr una mayor unión comunitaria sólo se logrará por la vía militar, hasta materializar el viejo ideal de la Europa de la Defensa. La recuperación del liderazgo de la seguridad europea por las dos potencias nucleares del continente constituye un reinicio esperanzador en este sentido.
Después, el horizonte debe ser el trazado por Zelensky en Múnich: la conformación de un ejército europeo que nos permita alcanzar la autonomía estratégica.