Juan Van-Halen-El Debate
  • El consejo de Rajoy, tras afirmar que existen muchos bárbaros en la política actual, fue recuperar la educación, la urbanidad, la tolerancia y el respeto. Casi nada

Mariano Rajoy acudió el pasado jueves a «El Hormiguero», el tan seguido programa de Pablo Motos. La omnipresente máquina del sanchismo fracasó en su intento de perjudicarle creando un competidor en la televisión que pagamos todos. Era la tercera vez que el expresidente del Gobierno acudía a la llamada de Motos y sus índices de audiencia fueron espectaculares. El político gallego, alejado ya del torbellino público y vuelto a su profesión de registrador de la propiedad, no decepcionó. Hizo gala de su humor, de su preparación y del frescor de su palabra desde ideas claras. Sus apreciaciones fueron sensatas.

Lo que allí se dijo acaso provocó alguna reflexión sobre la situación de una España adormecida, sin nervio, desentendida de sus graves problemas que podrían llegar a afectar a su propia existencia tal como la conocemos. Rajoy reiteró que no estaba allí para molestar a nadie ni para crearse nuevos enemigos. Habló de la democracia, del compromiso, de la responsabilidad, y, en definitiva, del papel de los gobernantes que va más allá de mirarse el ombligo. Uno de los problemas es el crecimiento de la intolerancia.

Zapatero, dado a hablar de su buen talante y de su aportación a la convivencia, retornó a las dos Españas enfrentadas con su ley de Memoria Histórica. Luego su discípulo Sánchez agravó la confrontación; si la ley memorialista de Zapatero era maniqueísta, la de Sánchez es una acumulación de falsedades. Convierte a asesinos en víctimas. Su última ocurrencia: rescatar la terrible memoria de la cárcel Modelo. Allí el chequista Felipe Sandoval, delincuente condenado antes de la guerra civil, dirigió a los asaltantes que asesinaron a numerosos políticos de derechas, el más significativo Melquiades Álvarez, mentor político de Manuel Azaña. Zapatero y Sánchez, campeones de la intolerancia.

El consejo de Rajoy, tras afirmar que existen muchos bárbaros en la política actual, fue recuperar la educación, la urbanidad, la tolerancia y el respeto. Casi nada. Cualquiera que siga las sesiones del Congreso comprobará la falta de argumentos y razones sustituidos por descalificaciones e insultos. Se piensa con las vísceras. Muchos de nuestros representantes, esos a quienes votamos, se consideran buenos, listos, estupendos, sin reconocer errores propios y desbocando los ajenos.

En el control parlamentario los ministros no contestan, insultan. Se controla a la oposición no al Gobierno. En el último Pleno algún ministro, de esos que se alegran de haberse conocido y parecen tener su casa llena de espejos, se permitió interrogar a sus interlocutores. Quien debía responder era él, y no lo hizo. Insultar y montar bronca sólo aporta vergüenzas repartidas. Poco o nada es como era. En mis legislaturas en el Senado y en la Asamblea de Madrid los debates tenían altura. No hay día que no me alegre de no presidir la Asamblea en este momento —suelo pensar en mi querido y admirado Enrique Ossorio, su gran presidente actual— y auguro aún tiempos más broncos si marca las estrategias Óscar López, un perdedor reincidente con acomplejado equipaje. De nuevo la intolerancia.

Me pregunto si esta realidad intolerante crece desde el muro alzado por Sánchez entre los suyos y los demás. ¿Es exclusiva de la política? Me temo que esa incapacidad para respetar lo que no se comparte, la falta de educación, la incomprensión, incluso la grosería, ha hecho costra en la sociedad y no sólo en la actividad pública. Todos hemos vivido ejemplos de esta actitud que, al final, es autoritarismo y chulería, aunque a veces no llamemos a las cosas por su nombre porque reconocerlo nos produce vergüenza ajena o nos mueve cierta tristeza.

Contaré un suceso casero, anecdótico. Un amigo, casi hermano, me invitó el pasado jueves -día de la entrevista de Rajoy- a comer en una peña o grupo de amigos reunidos en torno a la profesión farmacéutica que casi todos comparten: «La Filoxera». Para acudir, complaciendo a mi amigo, cambié una comida prevista. Tengo dos farmacéuticas en la familia y en mi juventud más joven uno de mis primeros galardones periodísticos benefició a un artículo sobre la Farmacia. Es una profesión que admiro. He tenido y tengo buenos amigos boticarios y escritores de tronío como Federico Muelas, ya desaparecido, y siempre mi admirada Margarita Arroyo, cercana como yo al maestro García Nieto.

Se suscitaron preguntas sobre mis experiencias periodísticas por esos mundos y mis vivencias parlamentarias. Opiné sobre lo que me preguntaban. De pronto, uno de los presentes, que hasta entonces no había dicho ni pío, se mostró ofensivo, diría que grosero, sin argumento alguno. Dijo que allí se reunían a beber vino. ¿Y para eso llevan invitados y requieren sus opiniones? Los demás, que habían provocado mis intervenciones, no abrieron la boca. Tampoco lo entendí. Aquel tipo y yo no nos habíamos visto nunca; ni sé su nombre; ahora me identificará. Cuando mi amigo señaló que yo era su invitado, el personaje le recordó que llevaba en la peña más años que él. ¿Y qué? En una reacción normal ese señor no volvería a ser convocado por acuerdo de sus compañeros. Ofender –no contradecir– a un invitado no es de recibo. Fue un ejemplo, ajeno a la política, de intolerancia, de falta de educación y de no saber estar. Una intolerancia social.

Cuando escuché a Rajoy aquella noche comprendí que tenía razón, pero se quedaba corto. Esos usos intolerantes y en cierto modo chulescos han calado en la sociedad más allá del rifirrafe parlamentario. Hay que desear que se corrijan. Pero dejar hacer es consentirlo, principal mal de una sociedad acomodaticia y durmiente. Y así nos va.