Ignacio Camacho-ABC

  • Simpatizar con Trump se ha vuelto algo complicado para quienes observan la realidad bajo un prisma de prejuicios binarios

Muchos trumpistas españoles andan estos días perplejos, descolocados. Les encantó el discurso de Vance sobre la blandura europea pero les cuesta entender el entreguismo en el conflicto ucraniano. Ser trumpista en España tiene algo de vocación melancólica porque, al margen de lo poco que le importamos al magnate, aquí no es posible votarlo y los más entusiastas han de conformarse con algún sucedáneo. En todo caso, el trumpismo hispano –el sociológico, el que no milita en ninguna formación política– no es en su mayoría prorruso aunque Vox haya decidido aliarse con los títeres putinianos del grupo de Visegrado, y por tanto se siente confundido ante la evidente pinza Moscú-Washington. Puede aceptar, y de hecho acepta, que la Casa Blanca se desentienda de la OTAN, incluso que quiera montar en Gaza un ‘resort’ inmobiliario, pero no alcanza a comprender que el hombre al que considera ejemplo de liderazgo culpe de la guerra a Zelenski –por resistirse a la invasión en vez de rendirse con los brazos en alto– y lo trate de dictador mientras blanquea a Putin como interlocutor democrático. Eso cruje las costuras mentales de unos votantes que llevan tres años convencidos de que el presidente de Ucrania es un verdadero héroe contemporáneo al que debe ayudar cualquier Gobierno civilizado. Es lo que sucede cuando uno trata de encajar el mundo en un esquema de buenos y malos: que la realidad no se deja encasillar en prejuicios binarios. Y aún no han comenzado a verse los efectos de los aranceles a los productos nacionales en el mercado americano.

Trump gusta a los conservadores por su estilo autoritario y por su éxito frente a la imposición doctrinaria de la cultura ‘woke’, palabra que por cierto está adquiriendo para cierta derecha el mismo significado comodín que la de ‘facha’ para la izquierda: una etiqueta trivial de descalificación genérica. Sin embargo, en el paquete de su programa hay muchas más ideas que la desarticulación de la servidumbre políticamente correcta. Y algunas son bastante polémicas, además de directamente perniciosas para quienes vivimos en esta Europa en crisis de valores y de dirigencia. El abandono de Ucrania es la punta, el principio, de una regresión geoestratégica que amenaza el paradigma de convivencia surgido de la posguerra y consolidado –¡¡bajo la tutela de Norteamérica!!– tras la caída del comunismo en los años noventa. Un modelo cuyo origen no es socialdemócrata sino liberal y democristiano, pero que en todo caso ha funcionado gracias a los consensos y al respeto a unas reglas que el presidente estadounidense pretende ahora cambiar mediante la lógica de la fuerza para volver a un sistema de reparto hegemónico entre grandes potencias. Y todos los demás quedamos fuera. Incluidos esos simpatizantes que tal vez empiecen a darse cuenta de que más allá de Sánchez hay un problema de ramificaciones bastante más complejas.