- Entre plantarse contra el wokismo, que es necesario, y ponerse a hacerle el caldo gordo a Putin media un trecho que no se debe cruzar
Asus 82 años, Sir Edward Coke vivía retirado en su propiedad campestre de Buckinghamshire. El veterano caballero inglés conservaba un aceptable estado de forma. Cada día se ejercitaba y salía a cabalgar. Pero en unas de esas galopadas lo traicionó una senda embarrada y acabó medio aplastado por su montadura. Sir Edward se negó a recibir a los médicos: «Tengo una enfermedad que todas las drogas de Asia, todo el oro de África y todos los doctores de Europa no pueden curar: la edad». Y así fue.
Las honras fúnebres duraron casi un mes, pues Coke no era un cualquiera. Despedían al más eminente jurista de las épocas isabelina y jacobina, recordado por su sonado «mi casa es mi castillo». En la primavera de 1628 había impulsado la aprobación de la Petition of Right, uno de los tres grandes documentos del constitucionalismo inglés. La norma consagraba los derechos y libertades de «los ingleses libres». Allí se reforzaba el habeas corpus (el fin de los arrestos arbitrarios) y se ponía coto a la rapacidad fiscal de la Corona, que ya no podría aplicar impuestos sin permiso del Parlamento. El hito fue tal que en las villas se festejó con fuegos y repicar de campanas.
Coke, cuyo eco palpita en la legendaria constitución estadounidense de 1787, marcó así un mojón en una historia que recorre siglos y que no comenzó ni terminó con él: la conquista de los derechos y libertades que protegen a las personas frente a la arbitrariedad y capricho del poder.
Un hilo maravilloso, que pasa también por la Carta Magna de 1215, cuando en un prado a orillas del Támesis unos nobles sublevados hicieron firmar al rey Juan que nadie estaba por encima de la ley, ni siquiera él. O que cuenta, por supuesto, con extraordinarias aportaciones españolas, como las pioneras Cortes de León, o los protoderechos humanos de la Escuela de Salamanca y las Leyes de Burgos de 1512, que ya reconocían a los indios como hombres libres y con derecho a la propiedad. Los españoles fuimos probablemente el pueblo más litigante del mundo en el Renacimiento y el Barroco, y eso sucedía porque quienes recurrían a la justicia albergaban una esperanza sólida en que recibirían una reparación justa.
Todo ese catálogo de derechos y libertades, que fue sedimentando de manera secular y acabó con la esclavitud, se articuló políticamente bajo la fórmula de la democracia parlamentaria, imperfecta, pero que como bien subraya el sobado tópico «es la menos mala». El agudo Churchill lo resumió así: «Democracia es que cuando llaman a tu puerta a las seis de la mañana sabes que es el lechero» (y no la policía del autócrata).
Y así se fue consolidando lo que llamamos Occidente, que reposa sobre la filosofía griega, el derecho romano, el cristianismo y unas gotas de Ilustración. Esas raíces aportan oxígeno a nuestras vidas. Pero estamos tan acostumbrados a respirarlo que ya lo damos por descontado, cuando no es así.
El mundo islámico resulta impermeable a nuestro modelo, pues al considerar que Alá ha dictado directamente el Corán cierran el paso a toda crítica, reforma y análisis profundo, a diferencia del cristianismo, que sí fomenta el cuestionamiento intelectual. Los chinos, por cultura, son también ajenos al derecho y el parlamentarismo occidentales y han vivido siempre bajo autoritarismos de diversas graduaciones. Rusia, aunque cristiana, tampoco comparte nuestro sistema: pasaron de los zares a la tiranía soviética y ahora, a la de Putin. India, el mayor país del planeta, es formalmente una democracia por su herencia británica, pero Modi va girando al autoritarismo y todavía mantienen vestigios de un odioso sistema de castas. África, atribulada en sus líos, no acaba de consolidar una estabilidad.
En resumen, Occidente somos los de siempre: Estados Unidos, Europa, Australia e Hispanoamérica (esta última, a ratos, por su volatilidad política y sus caudillajes). Europa Occidental, a la que tanto despellejamos -y que efectivamente arrastra defectos, como su relativismo moral, su burocracia tontolaba y su retraso en lo digital- sigue siendo el oasis del mejor nivel de vida del mundo. Pero en Occidente estamos empezando a aburrirnos de nosotros mismos. La razón profunda de ese malestar es que la prosperidad se está trasladando a Asia, donde trabajan mucho más que en nuestras acomodadas sociedades prósperas. La clase media occidental se han empobrecido y encogido, lo cual genera un enojo justo y creciente, que se traduce en la búsqueda de una esperanza en los populismos de extrema izquierda y de derecha nacionalista (una versión light de lo ocurrido tras la crisis del 29, cuya resaca provocó una crecida totalitaria en Europa)
China, Irán y Rusia defienden modelos autoritarios de hombre fuerte y sostienen que son mucho más eficaces que nuestras democracias, que por propia definición son morosas, al tratarse de sistemas de contrapesos. El grave problema que ha surgido es que el presidente de EE. UU., supuesto capitán de Occidente, baluarte del buque de los derechos y libertades, ha sorprendido esta semana forzando hasta el límite las cuadernas de nuestro propio barco. Se ha puesto de parte de quienes sueñan con hundirlo, de quienes postulan un mundo donde la democracia, con su engorrosa libertad de prensa, su estado de derecho y sus elecciones libres, sea historia y manden sin cortapisas los más fuertes.
Los pilares de Occidente estaban siendo minados por el wokismo izquierdista y la censura de la corrección política. Por eso la acometida de Trump contra ese virus merece un aplauso. Pero entre luchar contra el wokismo y ponerse a hacerle al caldo gordo a un dictador de la calaña moral de Putin media un abismo que no se debe cruzar. Y esto aplica también para el dirigente conservador español que se ha puesto a hacer equilibrios al respecto en Washington, para perplejidad y desaliento de bastantes simpatizantes de su partido, que empiezan a no entender nada.
Estados Unidos dominó el mundo enarbolando la ilusionante bandera de que su modelo era mejor que el del comunismo y las satrapías. Era la nación de individuos libres que tanto admiró a Tocqueville. Lo tenemos sobre el tablero es en realidad un debate moral: ¿Qué sistema es mejor? Y si para criticar a Bruselas, que sin duda merece críticas, acabamos abrazando los nacionalismos de hombres fuertes que desprecian las convenciones que garantizan la salud de la democracia -como hace también Sánchez-, entonces, apaga y vámonos.