Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo

  •  Trump de momento nos paraliza. Esperemos que después nos obligue a adoptar las decisiones que no hemos querido tomar hasta ahora

Europa se asusta ante la nueva política de Trump que voltea el orden mundial establecido. Nos asusta y nos preocupa asumir las desagradables consecuencias y el costo que conlleva la responsabilidad de nuestra propia defensa. Nos alarma que el invasor consiga un premio a su invasión y el invadido cargue con la culpa de las acciones ajenas. Nos encorajina que vuelvan las actitudes imperialistas y se consolide el olvidado derecho de conquista que con tanta frecuencia, como éxito, hemos practicado los europeos en el pasado. Trump de momento nos paraliza. Esperemos que después nos obligue a adoptar las decisiones que no hemos querido adoptar hasta ahora.

A mí me enerva la postura europea, formada por un amasijo de intereses dispares y conveniencias distintas. Sin una voz única, sin una dirección clara, plena de egoísmo paralizante. ¿Qué coste estamos dispuestos a asumir para buscar una solución? No queremos enviar soldados al frente, discutimos sobre la conveniencia o no de enviar fuerzas de interposición que garanticen la paz, cuando la guerra termine; algunos pretendemos diluir el coste de una mayor y mejor defensa en el batiburrillo de un endeudamiento mutualizado. Pero no solo es eso de los soldados, que parece una actitud sensata. Hay más. ¿Cuántos grados estamos dispuestos a bajar la temperatura de nuestras calefacciones para evitar pagar las importaciones de gas ruso, que ayudan al invasor a comprar armas que utiliza después para matar ucranianos? Mire las estadísticas. Les hemos comprado gas a tope hasta que hemos encontrado suministros alternativos, curiosamente en el país del odiado Trump.

Hemos condenado a Ucrania a sufrir tres años de guerra absurda. Les hemos proporcionado armas en volumen suficiente para no perder la guerra, pero insuficiente para ganarla; mientras que hemos comprado gas ruso en cuantía suficiente para mantener la invasión e insuficiente para derrotar a Zelensky. Nuestro presidente Sánchez se ufana en ser el primer líder europeo en visitar Kiev. Pero Zelenski no necesita visitas, ni fotos, ni abrazos condescendientes, necesita ayuda militar mientras dure la guerra y económica cuando termine. Sánchez va a Kiev porque piensa que esa actitud le renta dentro, convencido de que oponerse a Trump le da votos. Pero a la hora de poner dinero encima de la mesa se le encoge el brazo.

Visto su pasado imperial, e incluso el presente insolidario, Europa no puede dar lecciones a nadie, pero sí puede aportar una experiencia de éxito. Su propia experiencia. En 1919, el Tratado de Versalles supuso el final de la Primera Guerra Mundial que se cerró en falso con una paz injusta para el perdedor, lo que trajo innumerables consecuencias que configuraron una crisis que culminó con la llegada de los nazis al poder y que fue el germen de un nuevo conflicto. Esta vez, tras el final de la Segunda Guerra se diseñó un final diferente. En lugar de imponer reparaciones inasumibles a los perdedores, se acordó poner en común la industrias del carbón y del acero cuyas disputas habían sido precisamente el origen del conflicto. El éxito fue inmediato y se extendió al resto de los sectores económicos.

La idea fue novedosa y genial y trajo el mayor periodo de paz en la historia de Europa Occidental -una paz que parece irreversible-, junto con un gran desarrollo económico que permitió crear estados del bienestar de nivel inimaginable. Pero también es cierto que ese éxito y el bienestar que trajo nos han ‘ablandado’ a los europeos hasta convertirnos a todos en una mezcla de viejos prematuros e inválidos funcionales.

Pero, quedémonos con lo importante. Ahora que estamos a punto de iniciar una guerra comercial, debemos recordar qué son los lazos económicos. Los intereses comunes y las interrelaciones financieras son las que traen la paz y la prosperidad, mientras que los alejamientos sentimentales y los enfrentamientos estériles traen la guerra, la miseria y la destrucción. A ver quién es el guapo que le convence de ello al prepotente del pelo amarillo.