Demelsa Benito-El Correo

  • Autorizar que las empresas de EE UU paguen sobornos por contratos en el extranjero puede desestabilizar su economía

Donald Trump ha anunciado recientemente una de sus últimas excentricidades: legalizar la corrupción. Al presidente de Estados Unidos le parece bien que sus empresas paguen sobornos a servidores públicos para conseguir contratos con las administraciones públicas, eso sí, siempre que sean de otro país. En concreto, Trump ha firmado una orden ejecutiva que tiene como efecto la suspensión de la aplicación de la Ley de Prácticas sobre Corrupción en el Extranjero (FCPA, por sus siglas en inglés: Foreign Corrupt Practices Act).

Esta norma fue aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1977 con el objetivo, precisamente, de poner coto a los sobornos en el marco de las actividades comerciales internacionales. Con esta ley se ponía fin a esa conocida frase que pronunció Charles E. Wilson, presidente de General Motors: «Lo que es bueno para General Motors, es bueno para América» (equipárese aquí América con Estados Unidos), enunciado con la que se identificó la ‘realpolitik’ durante décadas.

La FCPA fue la primera norma que prohibió a las propias empresas (y a las de fuera que cotizaran en bolsas estadounidenses) entregar sobornos a funcionarios públicos extranjeros para obtener ventajas comerciales, bajo importantes penas de multa para la persona jurídica, y de prisión para la persona física. La FPCA, además, obliga a las compañías a establecer estrictos controles internos para prevenir, precisamente, la existencia de una contabilidad paralela que oculte el pago de sobornos.

Ahí está el origen del ahora tan popularizado ‘compliance’, que se ha extendido a otras legislaciones, incluyendo la española, en donde un buen programa de ‘compliance’ puede incluso exonerar de responsabilidad penal a una empresa por los delitos cometidos en su beneficio.

En su origen, la FCPA no estuvo exenta de críticas. De hecho, las empresas estadounidenses fueron las primeras en poner el grito en el cielo, argumentado que no podrían competir en el mercado internacional en las mismas condiciones que sus rivales extranjeras, pues en otros países no existían normas similares que castigaran el soborno de fronteras afuera. Incluso desde otros Estados también se criticó la ‘Act’ por entenderse como una manifestación más del imperialismo yanqui.

Estados Unidos presionó en diferentes foros internacionales para que esa norma fuera imitada en otros países. Y, de hecho, lo consiguió, aunque dos décadas después. El Convenio de la OCDE de lucha contra la corrupción de agentes públicos extranjeros en las transacciones comerciales internacionales, de 1997, obligó a los Estados a castigar como delito el soborno transnacional. También lo hizo la Convención de Naciones Unidas contra la corrupción, de 2003.

Hoy, 50 años después de la adopción de la FCPA, es común encontrar el delito de soborno transnacional en los códigos penales de cualquier país. Se entiende que el soborno en las actividades comerciales internacionales es una conducta que pone en jaque la competencia en el mercado, pues solo las empresas corruptas se quedan dentro de la actividad comercial, expulsando al resto y, por tanto, restringiendo la competencia, con las devastadoras consecuencias que eso puede tener para la economía global.

Esto parece ser, precisamente, lo que pretende Trump al anunciar que no sancionará a sus empresas por sobornar a servidores públicos extranjeros. Lo que le interesa al presidente de Estados Unidos es que sus compañías consigan negocios en el extranjero a cualquier precio, pues eso será -en su opinión- bueno para el país, emulando a Charles E. Wilson.

Sin embargo, aunque en el corto plazo (¡lo que interesa a un político!) esa decisión podría tener efectos positivos para la economía estadounidense, en el medio y largo plazo esa desregulación puede volverse en su contra. La competencia en el mercado global se verá seriamente afectada si las sociedades hacen depender sus negocios del soborno, pues la corrupción genera incertidumbre en el mercado, y no hay nada peor para los inversores que la incertidumbre.

Arriesgar la estabilidad de la economía patria en pro de un pragmatismo cortoplacista puede ser el fin para Donald Trump, porque si bien sus excentricidades pueden encontrar respaldo en sus adeptos, ¿mantendrán estos su apoyo si las decisiones del mandatario impactan en sus bolsillos?