Lorenzo Bernaldo de Quirós-Vozpópuli
Desde el final de la II Guerra Mundial, Occidente ha vivido una edad dorada. Ese mundo corre el riesgo de desaparecer y retrotraernos a otro cuajado de peligros
En su editorial del sábado, 1 de marzo, el Wall Street Journal calificó la cumbre Trump-Zelenszy como “El espectáculo de la Oficina Oval”, un estrepitoso fracaso enmarcado en el género literario del esperpento. Si bien sería aventurado predecir cuál será la solución final a la guerra ruso-ucraniana, lo acaecido a lo largo de los últimos meses refleja algo de mayor trascendencia y relevancia en el horizonte del medio y del largo plazo; a saber, el abandono por EE.UU. de la estrategia internacional desplegada por ese país desde el final de la II Guerra Mundial. El propio Trump avaló está tesis en una conferencia de prensa la semana pasada cuando afirmó: “Mi Administración está haciendo una ruptura decisiva con los valores de política exterior de la Administración anterior y, francamente, del pasado”. De ser así, este posicionamiento va a suponer un cambio radical e imprevisible en el escenario geoestratégico mundial.
A simple vista, la visión del mundo de Trump supondría el retorno a la sostenida por el movimiento American First en los años 30 del siglo XX. Sus paladines eran nacionalistas y aislacionistas. El presidente norteamericano comparte algunos elementos de su ideario pero se diferencia de él en otros. Quiere reducir los compromisos de Washington con las instituciones internacionales, reducir el alcance de las alianzas, pero, al mismo tiempo pretende desarrollar una acción internacional unilateral, cuyo objetivo es mantener la preponderancia de América en solitario. Su sentido del excepcionalismo estadounidense separa a los Estados Unidos de un mundo exterior, incluidos sus aliados, intrínsecamente antiamericano. Este análisis es erróneo.
En un reciente artículo, publicado en Foreign Policy, Robert D. Kaplan califica a Trump de “ahistórico”; esto es, un líder dispuesto a abandonar las tradiciones de la política internacional norteamericana, forjadas desde el final de la II Guerra Mundial. Con sus virtudes y con sus defectos, con mayor o menor intensidad, América ha sido un país cuyos dirigentes estaban dispuestos a hacer sacrificios en aras de un mundo mejor. La defensa de la libertad, de la democracia y del capitalismo de libre empresa, la creación de un sistema de seguridad colectiva planetaria frente a la amenaza comunista y sus socios convirtió a los EE.UU. en el mayor poder mundial. América se hizo grande cuando ejerció como líder de Occidente.
Por eso, la concepción trumpiana según la cual la alianza euroatlántica ha sido siempre un coste para los EE.UU., lo que se traduce en un saldo negativo para ellos, es una falacia. El aislacionismo norteamericano en la segunda postguerra mundial se hubiese traducido en una amenaza letal para su seguridad y para su prosperidad. El orden internacional creado por América ha sido la expresión y el fundamento de su hegemonía mundial. De lo contrario sería en la actualidad una enorme isla autárquica rodeada de enemigos cuyo único objetivo sería desestabilizarla. Por tanto, la “generosidad” norteamericana ha tenido también un importante y lógico componente de interés propio porque ha proporcionado también una alta tasa de retorno a los EE.UU.
El Orden Mundial encarnado por Trump es un retroceso hacia otro mundo favorable para los nacionalistas fuertes y autocráticos como Putin y Xi Jinping
Un “ahistórico” Trump no es capaz de comprender y apreciar la saga heroica de la postguerra protagonizada por un Occidente liderado por América. En consecuencia, no puede entender la batalla existencial de Zelensky por la libertad, plenamente consistente con lo que EE.UU. ha defendido durante los últimos ochenta años. Por eso, para Trumpo, la OTAN es un mero acrónimo, no la alianza militar más grande y eficaz de la historia, surgida de la lucha contra los afanes de dominación mundial del totalitarismo. Y, también por eso, América ha votado (increíble) en contra de una resolución de la ONU que condenaba la agresión rusa a Ucrania junto a Rusia, Corea del Norte, Bielorrusia y un puñado de juntas militares de Äfrica Occidental.
En este entorno geopolítico, la ya tenue idea de Occidente tiene visos de retroceder cada vez más y, en consecuencia, también lo hará el ya mermado status de Europa, que en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría ha sido el socio de Washington en el mundo occidental. El Orden Mundial encarnado por Trump es un retroceso hacia otro mundo favorable para los nacionalistas fuertes y autocráticos como Putin y Xi Jinping, aferrados a la gloria pasada y futura de los países que gobiernan, que reivindican un mandato casi mítico para gobernar, y cuyo objetivo es acabar con el orden internacional creado por los EE.UU. y con la hegemonía de América. Si este modelo se consolida por la ceguera estadounidense, sólo cabe esperar y, con suerte, un mundo de esferas de influencia elásticas donde las potencias autocráticas y revisionistas se expandan porque los EE.UU. se han encerrado en un estrecho y suicida American First.
La incertidumbre y la inseguridad en un escenario global como el actual tiene enormes riesgos. Si América deja de ser un aliado fiable, es básico reaccionar y, en el caso de Europa, eso es imprescindible. El Viejo Continente carece de proyecto, de liderazgo y de unidad. Se ha acostumbrado a descansar su seguridad-defensa en EE.UU. y eso se ha acabado. Su declive es evidente en todos los ámbitos. Su semejanza con el Bajo Imperio es alarmante: rica, vieja, rodeada de bárbaros y con una potente quinta columna al servicio de sus rivales. En estas condiciones es muy difícil hacer frente a los desafíos del presente y del futuro, pero si Europa no lo hace se convertirá en una zona de inestabilidad crónica, y asistirá a un creciente deterioro político, social y económico como en el periodo de entreguerras. ¿Será capaz de despertar? No es posible aventurar nada.
El orden internacional creado por América ha sido la expresión y el fundamento de su hegemonía mundial. De lo contrario sería en la actualidad una enorme isla autárquica rodeada de enemigos
La miopía de esta hora, la falta de perspectiva hace olvidar algo básico que es necesario recordar. Desde el final de la II Guerra Mundial hasta nuestros días, Occidente ha vivido una edad dorada. Alcanzó las mayores cotas de libertad y de prosperidad de su historia; los conflictos militares entre las grandes potencias no existieron y eso no se debió a ninguna casualidad ni a la suerte, sino a una política que hizo eso posible gracias al liderazgo de los EE.UU. Ese mundo corre el riesgo de desaparecer y retrotraernos a otro cuajado de peligros.
Una Ucrania libre supera los límites geográficos de Ucrania del mismo modo que un Berlín libre rebasaba los de Alemania durante los años de la Guerra Fría. Si Putin gana, todo por lo que América ha luchado durante casi un siglo para crear un mundo más libre, más seguro, más próspero estará en peligro. Y, si eso ocurre, Occidente habrá perdido una batalla decisiva frente a las potencias autocráticas, expansivas y revisionistas que se sentirán libres de actuar en pos de sus sueños de poder y gloria.