- Sobre esa in-definición, se asienta un puritanismo delirante, bastante en boga durante los tres últimos decenios: trocar el «sexo» en «género», y hacer de ambos construcciones aleatorias de una voluntad libre
Mañana, «día de la mujer». Hay días, en este escénico tiempo nuestro, para casi todo, para casi todos. Pero, ¿a qué llamamos «mujer»? Tal vez no fuera malo abrir la interrogación sobre algo que a todos nos aparece como evidente. Porque las evidencias ocultan todavía más de lo que enseñan. Y engañan, en la medida misma en la que permiten eludir los criterios sobre los cuales asientan sus dictados.
«Variedad hembra de la subespecie de los animales mamíferos que hablan» parece la definición menos arbitraria. Ni introduce valoraciones, ni plantea dilemas voluntaristas; se atiene a lo tan sólo descriptivo. Pone en juego, no obstante, un término cuya demarcación sí exige matices delicados: «hembra». La RAE nos ayuda en poco, esta vez: «hembra», nos dice, es «animal de sexo femenino». Lo cual, en la aporía circular del diccionario, nos remite a definir «sexo» como «condición orgánica, masculina o femenina, de los animales y las plantas». El animal femenino es definido por un sexo que, a su vez, es definido como «condición masculina o femenina». O sea: el animal femenino es el animal femenino. Hay círculos viciosos menos risibles.
Sobre esa in-definición, se asienta un puritanismo delirante, bastante en boga durante los tres últimos decenios: trocar el «sexo» en «género», y hacer de ambos construcciones aleatorias de una voluntad libre. En el límite, es lo que la pueril ley española decreta como una «autodeterminación de género» y un voluntario «transicionamiento» (sic!), a través de procedimientos químicos o quirúrgicos. O, con mayor reducción de lo real a lo fantaseado (definición bastante precisa de la locura), la reducción del sexo-género a un sencillo acto de voluntaria «corrección» administrativa de lo inscrito en el registro civil.
El cúmulo de disfunciones lógicas amalgama aquí maraña sobre maraña, disparate sobre sobre sinsentido. Empezando por lo de «voluntad libre», lugar común que oculta lo esencial, ya subrayado por los grandes filósofos de la era barroca, y antes por el Platón del Fedro: que toda voluntad (todo querer) es sierva de aquello que es querido, que libertad (esto es, auto-determinación plena) y volición (esto es, determinación del que quiere por lo querido) se excluyen mutuamente.
Siguiendo por la tan turbia confusión entre «género» y «sexo». «Género», en las lenguas latinas, es una categoría gramatical que sirve para agrupar y clasificar palabras, sólo palabras; con perfecta independencia de los objetos reales a los que el significado de las palabras remita: no es «la» humanidad la que es femenina; lo es la palabra humanidad; no es «el» ovario el que es masculino, lo es la palabra ovario. «Sexo» designa los modos determinados en los cuales el deseo de un sujeto se inviste en otro. Y es ineludible introducir un tercer vocablo, sin el cual el ciclo significativo quedaría fallido: «genitalidad», esto es, la peculiaridad fisiológica que define los órganos reproductores de ciertos animales: en este caso, los mamíferos hablantes.
El «género» lo rige lengua. Y la lengua es una estructura matemática, cuya sintaxis ninguna voluntad individual modifica. Por más arrogantes que nos queramos, es la lengua la que habla en nosotros, no nosotros los que hablamos la lengua. Un humano es siervo de la sintaxis y de la gramática con cuyas reglas juega. Y fuera de las cuales sólo hay manicomio.
El «sexo» es la construcción fantasmática del deseo. Pura metafísica. Se configura a lo largo de los primeros años del mamífero hablante. Y no hay manera seria de modificarlo, salvo al coste de arrebatar el alma de aquel a quien se modifica. Todo nuestro universo estético, literario y moral está determinado por la laberíntica trayectoria de sus juegos. De los cuales, nos guste o no, somos siervos.
Queda esa «genitalidad» a la que los pacatos woke de nuestro tiempo no se atreven a nombrar siquiera. Porque es la realidad con la cual se choca siempre. Y cuya amputación no puede sino ser vista como un crimen. Freud, 1912: «la anatomía es el destino».