Carlos Martínez Gorriarán-Opinión

Ambos son demoledores de sus países, explotan sin complejos las grietas y costuras del sistema, atacan al poder judicial y a la prensa independiente

Algunos días se presentan simultáneamente noticias que parecen tener poco que ver en la superficie, pero profundamente entrelazadas en la región subterránea donde crecen las raíces de las cosas. Mientras escribo esta columna, las noticias nacionales del día eran los progresos de Sánchez en la demolición total de la Constitución y del Estado común regalando a los socios golpistas catalanes (y pronto a los vascos) competencias propias de un Estado soberano: fronteras e inmigración (que afectaría ¡a residentes españoles nacidos fuera de Cataluña!).

Trump es muchísimo más poderoso porque los Estados Unidos lo son, está menos desgastado y sus muchos años y falta de futuro son un acicate para perpetrar las mayores barbaridades.

Lo único de que carecerá Cataluña para tener todas las estructuras de un Estado es, aparte de ejército y Jefe del Estado, un poder judicial propio, mucho más decisivo y más importante en una comunidad arrasada por la corrupción desde hace lustros. Y si tiene tiempo, Sánchez se lo dará porque se lo exigirán. Seguro que exigencia y “delegación” ya están redactadas.

No nos hagamos muchas ilusiones con los recursos al TC. Porque, Pumpido aparte, la transferencia de competencias exclusivas del Estado a las Comunidades Autónomas quedó abierta por la lamentable redacción del artículo 150.2, que deja en manos del legislador las competencias “susceptibles de transferencia o delegación”. Y la famosa sentencia del Constitucional de 1983 contra la LOAPA -sin Pumpido alguno- elevó a doctrina que el Estado no puede limitar por ley las competencias autonómicas, el sindiós que diferencia el caos autonómico de un verdadero Estado federal con competencias exclusivas. Enorme gol que el nacionalismo y los austrohúngaros a lo Herrero de Miñón colocaron al Estado común, por mucho que sea impopular señalarlo.

Como la historia enseña -a quien le apetezca estudiarla- que los desmoronamientos nunca se producen en una sola pieza, sino que afectan a vastas estructuras comparables a castillos de naipes, el discurso a la nación del presidente Trump ratifica lo visto: que debemos dar por difunto el sistema de pactos y alianzas que ha regido el mundo desde 1945. La comparación de Trump con Sánchez ha sido revalidada: ambos son demoledores de sus países, explotan sin complejos las grietas y costuras del sistema, atacan al poder judicial y a la prensa independiente, colonizan las instituciones, hacen negocios sucios con empresas de amigos, recurren al populismo más zafio basado en la mentira sistemática, y no tienen otra meta que el poder personal: Donald Sánchez y Pedro Trump. Pero Trump es muchísimo más poderoso porque los Estados Unidos lo son, está menos desgastado y sus muchos años y falta de futuro son un acicate para perpetrar las mayores barbaridades.

La demolición de la economía liberal

De la traición a Ucrania, las amenazas a medio mundo y la alianza implícita con la Rusia imperial de Putin (de la que penden discretamente Irán y China) ya hemos hablado y habrá ocasión de volver sobre ellas. Hoy conviene fijarse en la política económica de Trump y su significado profundo. Se puede resumir en que el resto del mundo “hará a EEUU rico de nuevo”, pero no mediante el comercio y la cooperación en un mundo interdependiente, sino mediante una guerra de aranceles generalizada y políticas de autarquía.

Así, ha pedido a los granjeros de Estados Unidos que cultiven más, porque deben abastecer a los 300 millones de norteamericanos de todo lo que necesiten. En la misma línea de regreso a la Casa de la Pradera, las autoridades han aconsejado a las familias que alquilen gallinas si quieren huevos baratos, porque son incapaces de acabar con la gripe aviar y garantizar la producción en condiciones sanitarias (aunque muchos no lo quieran creer, Estados Unidos tiene infraestructuras y servicios públicos peores que los nuestros).

De momento no hay una sola medida económica de Trump que no agreda los principios del liberalismo, los mismos que han procurado al mundo la mayor era de prosperidad material de la historia

Hubo quienes, por odio a Sánchez, Scholz, Von der Leyden, Macron y compañía, quisieron reconocer en Trump un liberal económico clásico, pero lo cierto es que nadie ha pisoteado como el Gran Jefe Blanco los principios de la economía liberal que se remontan a las obras de Locke, Hume y Adam Smith. Este último dejó sentado para las generaciones posteriores que la riqueza de las naciones consiste en fomentar el libre comercio, entender que la riqueza está en la producción e intercambio de bienes y no en la acumulación de tesoros, y que la clave de la prosperidad general radica en el mercado libre de oferta y demanda, un sistema de colaboración espontánea entre millones de agentes que conviene regular manteniendo siempre la libertad económica. Las regulaciones del escocés buscaban prevenir y perseguir la formación de oligopolios que distorsionaran los precios, y condenaría la obscena colusión de intereses empresariales y políticos de Elon Musk y su falso recorte de despilfarro público (por ejemplo, vender coches Tesla al gobierno federal y recortar la asistencia a veteranos de guerra).

Pues bien, de momento no hay una sola medida económica de Trump que no agreda los principios del liberalismo, los mismos que han procurado al mundo la mayor era de prosperidad material de la historia. Ha proclamado una guerra de aranceles en la que Estados Unidos tiene mucho que perder, tanto las empresas como los particulares, pues como superpotencia económica exporta e importa gran parte de lo que necesita. La promesa de reducir los impuestos un 25% coincide sospechosamente con el monto anunciado de aranceles a la importación; en realidad, los americanos pagarían los mismos impuestos o más, pero en forma de inflación, ese impuesto arbitrario al consumo tan injusto como dañino.

Algunos entienden que Trump intenta rebajar el valor del dólar para favorecer las exportaciones y reducir el ingente déficit comercial, una devaluación encubierta mediante guerras comerciales: suena a fantasía senil, por no hablar del daño a la principal divisa mundial. Más bien parece revelar los profundos problemas ocultos del país; a grandes rasgos son los típicos de la decadencia imperial, por ejemplo la crisis de la moneda, el déficit comercial y el intento de arreglarlo con autarquía y cierre de fronteras.

Caos de fin de época

Viendo el caos desatado por Trump como el intento de invertir la decadencia de Estados Unidos por atajos que la harán más rápida y dañina, con el cuento de la lechera arancelaria, podemos entenderlo mejor. Y también de conectarlo con la brutal decadencia política de España bajo la bota de Sánchez y su banda de parásitos y puteros, y con los graves problemas de bloqueo de la Unión Europea. Son síntomas de fin de época y comienzo de algo nuevo. Lo positivo es que el futuro nunca está escrito. Lo único absurdo es intentar volver al pasado. Olvídense y pensemos otra cosa.