Ignacio Camacho-ABC
- La fijación de los sindicalistas por el marisco les ha generado más desprestigio que cualquier error laboral o político
España es una potencia gastronómica que aúna a sus excelentes materias primas un importante esfuerzo de investigación e innovación, un auténtico I+D+i de la cocina que ha potenciado sobremanera el atractivo de la ya de por sí sobresaliente oferta turística. Pero las clases populares continúan apegadas a una idea tradicional de la comida, un concepto clásico anclado en la época en que la pobreza o el subdesarrollo impulsaban soluciones imaginativas creadas a base de improvisar platos con los ingredientes disponibles que había. En esa mentalidad secular, el marisco representa una escala superior, un manjar propio de las capas más favorecidas que ha acabado por generar a su alrededor una especie de mitología. Un plato que aún simboliza un estatus social de posición acomodada, pudiente o directamente rica, un ascenso estamental hacia los peldaños más altos de la burguesía. De ahí su significativa adopción reciente como emblema del desclasamiento sindicalista.
La afición a las mariscadas de los representantes de los trabajadores, convertida ya en lugar común y carne de ‘meme’ satírico, ha contribuido a su desprestigio mucho más que cualquier otro error de carácter estratégico, laboral o político. Pocas cosas han hecho más daño a ese colectivo que las fotos de dirigentes poniéndose tibios de cigalas o esas facturas de restaurantes que para la mayoría de sus afiliados resultan prohibitivos. Ahora han sido unos piratas cibernéticos –al parecer rusos– los que han destapado en la ‘deep web’ una lista de establecimientos seleccionados por y para la cúpula de Comisiones Obreras, catálogo donde las marisquerías y alguna estrella Michelin ocupan puestos de referencia reveladores de una fijación recurrente incompatible, al menos en teoría, con la forzosa austeridad de su clientela. Amén de que el dinero público que reciben en forma de subvenciones los sujeta a una cierta contención como mínimo estética.
El asunto no pasaría de anécdota si no lloviese sobre mojado. Son demasiados los escándalos de corrupción que pesan en los últimos tiempos sobre los sindicatos, casi todos relacionados con la ocultación, el fraude o el despilfarro. En Andalucía hay varios responsables de UGT condenados, entre ellos un ex secretario general, por desviar fondos millonarios de formación mediante alquileres simulados y contratos falsos, registrados en una contabilidad paralela mediante un programa informático. Fue allí donde saltaron a la opinión pública los ostentosos festines culinarios que demolieron el crédito corporativo de las centrales como agentes depositarios de un derecho democrático. Su decreciente implantación los está convirtiendo en meros aparatos de influencia financiados con generosos fondos a cargo del Estado. Bien está, siquiera como mal necesario, siempre que los impuestos de los ciudadanos no terminen transformados en cáscaras de crustáceos.