Agustín Valladolid-Vozpópuli
Si eres ministro, deberías saber que si hoy no te opones a los que quieren desmontar el Estado mañana puede que tengas que responder ante los españoles
La escena se desarrolla en la llamada M-30 del Congreso de los Diputados. Estamos en los primeros meses de 2002. Un tipo alto, impecablemente vestido, con pinta de ministro, y que en efecto es ministro, está de pie junto a otro miembro del Gabinete. Ambos esperan la señal que anuncia el inicio de los plenos. Se llaman Jesús Posada y Juan José Lucas, titulares respectivamente de las carteras de Administraciones Públicas y de Presidencia.
De repente, a escasos metros de ambos se monta un pequeño revuelo y en segundos aparece el presidente del Gobierno, José María Aznar, que pasa a su lado como una exhalación sin ni siquiera mirarlos. Posada, sin girarse y sin mover un solo músculo ni alzar la voz, y con su más que acreditado humor británico, le dice a su compañero: “Oye Juanjo, ¿tú crees que este sabe que somos ministros?”
No mucho después de aquel episodio, Aznar, cuyo sentido del humor también es sobradamente conocido, por lo recóndito, prescindió de Posada, quien tuvo que esperar a que en 2011 Mariano Rajoy lo rescatara como tercera autoridad del Estado. También le dio la patada a Lucas, pero hacia arriba, nombrándole unos meses después, octubre de 2002, presidente del Senado, en sustitución de Esperanza Aguirre.
Nunca habíamos asistido, al menos en democracia, a la depreciación acelerada de la dignidad que lleva asociada el cargo de ministro, proceso al que contribuyen con patética indolencia sus actuales titulares
Alguien debiera plantearse algún día escribir una historia de los ministros de España. A ser posible desde 1823, año en el que Fernando VII crea por Real Decreto la institución del Consejo de Ministros. Desde entonces, los ha habido excelentes, funestos e inocuos; eruditos e ignorantes; breves (muchos) e incombustibles; solidarios y arribistas. Pero a lo que no habíamos asistido, al menos en democracia, es a la depreciación acelerada de tal dignidad, un bien de Estado, proceso al que contribuyen con patética indolencia sus actuales titulares.
Siempre ha habido ministros de quita y pon, colocados más allá de su poca o mucha valía en poltronas de segunda por compromisos territoriales. Y probablemente ha sido Aznar el presidente que ha ejercido un mayor control del Gabinete y sus componentes. Muy por encima de Felipe González, sobre todo del González que gobernó sin Alfonso Guerra, de aquel González de la segunda etapa cuyos ministros llegaron a disfrutar de un nivel de autonomía que hoy nos parecería una extravagancia.
Meras piezas al servicio de un aparato de propaganda
Hay notables ejemplos de la olvidada y eficaz distribución colegiada del poder que algún día también deberían contarse de forma ordenada. Y de ministros que hicieron de la defensa de la coherencia elemento central de su gestión política y la base imprescindible sobre la que sostener el no siempre fácil equilibrio entre la lealtad al presidente del Gobierno y la debida a los ciudadanos. Ministros con personalidad, discutidores, con criterio político propio, capaces incluso de dimitir, por dignidad, por respeto a la palabra dada. Por coherencia.
Hoy, apenas queda rastro de aquellos atributos. Nunca como ahora el criterio de los ministros había sido anulado con tanta eficacia. Y conformismo. Un Consejo de Ministros formado en su mayoría por meras piezas de un engranaje al servicio de un aparato de propaganda. Es lo que Ignacio Varela ha llamado un “gobierno-cigarra genéticamente programado para el combate sectario”.
Qué lejos queda aquel primer gobierno de Pedro Sánchez, tan prometedor, en el que había gentes que tenían algo que decir y, o ya no están, o se han convertido, como la mujer de Lot, en tristes estatuas de sal, en meros figurantes de un carnaval en el que todos bailan al son del dueño de los disfraces y, por acción u omisión, aceptan un vasallaje ultrajante. Nunca como hoy un ministro había sido tan poca cosa. Ni siquiera son algo los ministros de Sumar, por mucho que se esfuercen en aflorar de vez en vez disgustos y diferencias. Pero ahí siguen, “cabalgando contradicciones” y digiriendo incongruencias, en lugar de hacer las maletas.
El asentimiento acrítico, el silencio cómplice o la leve censura expresada en el ámbito privado, son las únicas reacciones conocidas de Sus Excelencias ante decisiones de más que dudosa constitucionalidad
Entiendo que haya quien piense que este es un asunto menor, y probablemente lo sea si lo confrontamos con inquietudes mucho más evidentes. Pero antes de que Putin nos arrastre por otros derroteros, quería dejar constancia de este desajuste, a mi parecer muy sensible, y que desde luego contribuye al deterioro de la salud de nuestra democracia. Porque el Consejo de Ministros también es una institución más entre las muchas dañadas. Otro juego de contrapesos que Sánchez ha desactivado.
Parecida cosa ha hecho con el PSOE, y sus militantes sabrán por qué lo han consentido. Pero la aceptación del cargo de ministro entraña obligaciones que están por encima de la obediencia a quien te nombra. El compromiso de lealtad de los miembros del Gobierno es con la Constitución, no con quien te empuja a retorcerla. Por desgracia, las únicas respuestas que conocemos ante decisiones que, como poco, parecen dudosamente constitucionales, son el asentimiento acrítico, el silencio cómplice o la leve censura expresada en el ámbito privado al objeto de quedar bien con los más allegados.
Ser ministro es una cosa muy seria. Como lo es, cuando lo eres, la obligación de cumplir con tus compromisos constitucionales. Y si no lo haces, si no te rebelas contra esa modalidad del totalitarismo que es el liderazgo sectario, que como ha escrito el ex ministro de Cultura César Antonio Molina, “absorbe al hombre en el grupo y lo somete a un devenir que no es el suyo propio” (Las democracias suicidas; Fórcola Ediciones), has de saber que lo que con tu silencio estás tapando es algo que se parece mucho a una claudicación ante el chantaje, en especial al del independentismo racista e insolidario. Has de saber, ya es hora de que lo sepas, que si hoy aplaudes esa claudicación quizá mañana tengas que responder ante los españoles por haber contribuido al desguace del Estado.