Iñaki Ezkerra-El Correo
Creo que el tema da que pensar. Un perfil psicológico de ese tipo, o sea, de un santurrón, un hipócrita, un ‘bueno profesional’ es algo que en principio parece corresponder a otra época, a la España timorata y oscurantista de la dictadura. Uno de crío conoció a más de un personaje de esas siniestras características. ¿Qué ha podido ocurrir en nuestra sociedad, en un tiempo de libertades y relajación de costumbres, para que esos rancios estereotipos, que creíamos ya superados, regresen del pasado con posmodernos disfraces y renovadas ínfulas tecnológicas? ¿Tanto que hablamos del terror futurista a la Inteligencia Artificial y resulta que las nuevas tecnologías o sus frutos sociológicos, las redes de Facebook, X o Instagram, sirven para resucitar la ‘España de cerrado y sacristía’? ¿Hay un neofariseísmo que ha sustituido al tradicional devoto de parroquia por el comprometido social de oenegé y a la beata a la que rezar por la ‘influencer’ a la que imitar?
Ese empeño en demostrar que se es una buena persona, del que habla Álvaro Gálvez Medina; ese esmero en cumplir de cara a una tecnogalería con los estándares de un valorado modelo colectivo, no solo responde a una fauna humana farisaica e hipocritona, sino también a una sociedad que se espía, se controla, se halla pendiente de las apariencias. ¿Nos estamos vigilando moral e ideológicamente unos a otros como lo hacían los guardas que ponían multas y velaban por el decoro en las playas de la posguerra? ¿Se ha puesto de moda condenar al otro en razón de los gustos que tiene o del partido al que vota? Hubo un tiempo en el que estaba de moda parecer malo entre la juventud. La propia estética en el vestir y en la forma de comportarse respondía a ese modelo. Las ciudades se llenaron de malos que no lo eran, de infelices con camisetas de calaveras y tatuajes carcelarios. Creo que eran mejores que los que hoy pasan por oficialmente buenos en las teles y en las redes.