Luis Rodríguez Ramos-ABC

  • «La apariencia de parcialidad desaparecería declarando incompatibles para ser nombrados magistrados a quienes pertenezcan a un partido, hayan desempeñado funciones públicas en puestos de libre designación o formado parte de un Gobierno vinculado al partido proponente»

Los tribunales constitucionales fueron un invento del jurista austriaco Kelsen, que consideró necesaria un nuevo y supremo órgano jurisdiccional que controlara la constitucionalidad de las leyes, en contraste con la tradición norteamericana que encomendaba a los jueces ordinarios tal función, y con la francesa que se la atribuía al Consejo de Estado. Los constituyentes de 1931 optaron en España por la solución kelseniana, entonces ya implantada en México y en Austria, y los de 1978 resucitaron este precedente encomendado además al Tribunal Constitucional la resolución de conflictos entre el Estado y las comunidades autónomas, y el recurso de amparo para proteger las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los abusos de los poderes públicos.

El actual Tribunal Constitucional comenzó su funcionamiento en 1980 cumpliendo fielmente con sus misiones, exigiendo a los jueces y a los demás poderes públicos el debido respeto a las normas constitucionales y, particularmente, a los derechos fundamentales de los justiciables. Pero en 1983 se puso ya en cuestión su independencia y, por consiguiente, su imparcialidad al resolver el recurso de inconstitucionalidad del decreto-ley de expropiación de Rumasa, al votar seis magistrados a favor de su estimación –los llamados «conservadores»– y seis en contra –los «progresistas»–, y ser el voto de calidad del presidente, a la sazón García-Pelayo, el que inclinó la balanza a favor de la desestimación, otorgando así la razón al Gobierno socialista cuando constitucionalmente no la tenía. Esta primera mancha del recién nacido TC parece que fue la causa principal de la dimisión de este su primer presidente, reincorporándose a su exilio entonando un mea culpa análogo al de Ortega cuando, ante la degeneración de la II República, exclamó el ya clásico «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo», desencanto y premonición amnesiados de la memoria histórica legal.

Esta apariencia de parcialidad, derivada de la vinculación de los magistrados elegidos con los partidos electores, se ha agudizado recientemente al tener fundadas sospechas de que, en los temas que afectan al Gobierno, la mayoría somete sus votos a una disciplina impuesta por sus mentores, impresión que está creando en los ciudadanos un profundo desencanto, al constatar un progresivo proceso de divorcio del connubio que la Constitución sigue declarando indisoluble: la unión del Estado con el derecho.

Que todo juez debe ser y parecer imparcial lo viene declarando el propio TC desde siempre, declarando que «la confianza que los tribunales deben inspirar a la sociedad democrática exige que se garantice a los contendientes que no concurre ninguna duda razonable sobre la existencia de prejuicios o prevenciones en el órgano judicial», pues la necesidad de que el juez se mantenga alejado de los intereses en litigio y de las partes «supone que no pueda asumir procesalmente funciones de parte, y que no pueda realizar actos ni mantener con las partes relaciones jurídicas o conexiones de hecho que puedan poner de manifiesto o exteriorizar una previa toma de posición anímica a favor o en su contra».

A esta lacra del TC se suma la progresiva desprotección de las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos, al haberse introducido desde 2007 un nuevo requisito para la admisión a trámite de los recursos de amparo: «La especial trascendencia constitucional», concepto indeterminado que ha pervertido el primer fin del recurso de amparo, que es la defensa de las libertades y derechos fundamentales de los ciudadanos, posponiéndolo al que venía siendo el segundo: determinar con su jurisprudencia la interpretación constitucional de la leyes, y este nuevo requisito tan elástico despierta fundadas sospechas de arbitrariedad en el TC, al no motivar la inadmisión de las demandas de amparo que ascienden al 99 por ciento de las presentadas, omitiendo las debidas explicaciones de por qué carecen de esa especial trascendencia las alegadas lesiones de derechos fundamentales, que además encubren posibles desigualdades ante la ley de los recurrentes desamparados respecto a los que sí lo fueron en idénticas circunstancias.

Esta desprotección del justiciable se ve agravada en los procedimientos penales, porque la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha restringido a su vez la admisión a trámite de recursos de casación por conculcación de tales derechos, tras la reforma de 2015 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que implantó el recurso de apelación previo a la casación contra las sentencias de la audiencias provinciales. Una restricción discutible que ha incrementado los conflictos negativos de competencia, al dejar de tutelar numerosas violaciones de derechos fundamentales el Constitucional y el Supremo, desprotección muy grave que invita incluso a sopesar una futura reforma de la Constitución que extirpe de la jurisdicción constitucional su actual función de amparo, residenciando esta competencia en la jurisdicción ordinaria al modo italiano, sin perjuicio de otra solución alternativa más inmediata luego apuntada.

Tan graves máculas tendrían fácil remedio si existiera una firme voluntad política por parte de los dos partidos mayoritarios. La apariencia de parcialidad desaparecería declarando incompatibles para ser nombrados magistrados a quienes pertenezcan a un partido político, hayan desempeñado funciones públicas en puestos de libre designación o formado parte de un Gobierno vinculado al partido proponente; y la de arbitrariedad, modificando de inmediato la misma ley reguladora del TC, exigiendo motivación a las inadmisiones a trámite por no existir especial trascendencia constitucional e incluyendo, como supuesto de tal trascendencia, las infracciones claras de derechos fundamentales contrarias a la doctrina ya sentada por la jurisprudencia del tribunal, amparando así a los lesionados.

La esperanza nunca se pierde pues, aun cuando los partidos independentistas difícilmente someterán a la razón sus pasiones románticas, sigue siendo posible que los dos partidos mayoritarios se sometan a una catarsis que les lleve a consensuar los necesarios pactos de Estado reclamados por el bien común, cuya desiderata sería la conformación de un Gobierno de salvación nacional que fuera el «cirujano de hierro» reclamado antaño por Joaquín Costa, pero plenamente democrático sin añorar caudillajes.

Luis Rodríguez Ramos es catedrático de Derecho Penal y abogado