- Ayuso tomó esa determinación contra el criterio incluso de su jefe de filas, Pablo Casado, a quien -ay, el fuego amigo- no le importaba perder Madrid si espantaba su sombra alargada de Génova para disfrutar solariegamente del Ministerio de la Oposición
Ala hora de encarar los problemas, caben dos actitudes: o se afrontan estos antes de que te arrollen o, en caso contrario, te atropellan haciendo pagar caros los errores propios y los ajenos. Por eso, cuando hace cuatro años, la presidenta madrileña Ayuso se olió la tostada de la traición que tramaba su vicepresidente de Ciudadanos, Ignacio Aguado, en connivencia con el PSOE, para consumar su ambición y satisfacer el sueño húmedo de Pedro Sánchez de descabalarla de la Puerta del Sol, convocó rauda elecciones anticipadas que, a la postre, le otorgaron mayoría absoluta. Cuando el Judas de su Consejo de Gobierno se disponía a empuñar la daga para asestarle el golpe mortal y ocupar su sillón con Ángel Gabilondo de vicepresidente, Ayuso desenfundó el decreto de disolución, a modo de «detente», y levantó el Consejo de Gobierno. Tratando de negarlo todo, un despechado Aguado la acusó de haber perdido la cabeza cuando lo que había hecho era salvarla.
Ayuso tomó esa determinación contra el criterio incluso de su jefe de filas, Pablo Casado, a quien -ay, el fuego amigo- no le importaba perder Madrid si espantaba su sombra alargada de Génova para disfrutar solariegamente del Ministerio de la Oposición. Enfurruñado como un bebe gruñón, Casado se opuso luego sin éxito a que ésta presidiera el PP en Madrid como es norma en las organizaciones territoriales, salvo renuncia. Derrotados Sánchez y Casado, Ayuso debió contender con ambos, pero especialmente con quien, con el estado de alarma por el COVID-19, avizoró que la ocasión la pintaban calva para valerse de la excepcionalidad de la pandemia. Arrogándose atributos especiales, intensificó su acoso y derribo contra Ayuso usando sin remilgos todos los medios a su alcance en una operación de Estado que hoy investiga el Tribunal Supremo y que tiene su Estado Mayor en La Moncloa, según el juez instructor.
Coincidiendo con el aniversario de la disolución de la Asamblea Madrid, en éste otro «idus de marzo», como los de la desgracia de Julio César, el presidente valenciano, Carlos Mazón, encarna la cruz de la moneda de Ayuso. Tras su incomparecencia en las horas clave del diluvio de la DANA del 29 de octubre con sus 224 muertos y tres desaparecidos, la juez de Catarroja lo sitúa al borde de la imputación. Así, en el auto de este lunes por el que procesa a la ex consejera de Interior, Salomé Pradas, y al ex secretario autonómico de Emergencias, Emilio Argüeso, por su mensaje «tardío y erróneo» a la población, señala a Mazón al que invita a que declare voluntariamente al no poder citarlo por ser aforado y deberse al Tribunal Superior de la Comunidad.
Cogiendo el rábano por las hojas, salvo que pretenda tirar de éstas para sacar luego la parte más oculta y de mayor enjundia, la juez se desentiende de las competencias del Gobierno en lo que atañe a la Confederación Hidrográfica y a la AEMET, así como al hecho primordial de ser la autoridad competente para dictar el estado de emergencia que imponía la gravedad de una catástrofe concerniente a varias autonomías. Así, Mazón corre el serio riesgo de expiar sus negligencias y las del Gobierno, tras propiciar que un asunto nacional quede en el ámbito local instruido por una juez de una localidad de 30.000 habitantes permitiendo a Sánchez escurrir el bulto y cobrarse una comunidad del PP como intenta con reiteración con Madrid sin que Ayuso se dejara trajinar.
Desperdiciando el milagro de ser presidente, Mazón contribuye con su estulticia a comerse el marrón. Empezó ya el mismo jueves 3. Tras los reproches de esa mañana de Feijóo al Gobierno por no ordenar la «emergencia nacional» en una tragedia que la Comunidad Valenciana gestionaba con información de organismos dependientes de la Administración central, adoptó una pose obsequiosa (para tapar su incuria) con Sánchez. Al comparecer ambos en el Centro de Coordinación Operativo Integrado (CECOPI), manifestó cual borracho que se agarra a una farola: «Muchas gracias, querido presidente, por tu rápida presencia y por tu cercanía». Pronto la rana comprobaría el aguijón del escorpión al desatar el PSOE una ofensiva -esta vez con todo el aparato del Estado a su servicio- como la de 2002 contra el PP, al mando entonces de las administraciones estatal y gallega, a propósito del hundimiento del petrolero del Prestige. Es lo que suele acontecer, por lo demás, con la derecha «cándida» ante una izquierda «pumpida» que no renuncia para sus fines incluso a poner boca abajo el Estado de derecho como ya se vio con Rita Barberá y con Francisco Camps.
Hay bienintencionados que pensaron, en un primer momento, que, si Mazón dimitía, Sánchez se quedaría sin argumentos para hacer igual, y que su vicepresidenta de Transición a la Ruina Verde, Teresa Ribera, retiraría su postulación a vicepresidenta verde nuclear de la UE, como si esto fuera Alemania. Era pedir peras al olmo a quien se aferra al poder a costa de destruir la democracia sin que sea menester que The Economist lo resalte en grandes titulares. Es más, ido Mazón, Sánchez habría purificado sus pecados con este chivo expiatorio y avalado de arriba abajo el relato de mentiras de un Gobierno que entendió que el barro de Valencia era la mejor forma de tapar el fango de una corrupción sanchista que ya ha hecho que el juez Peinado tenga que acudir dos veces a La Moncloa. Primero con Sánchez y pronto con su edecán Bolaños a cuenta del Begoñagate.
Aun así, hay quienes opinan con más razón que un santo quizá por serlo, que ser alternativa obliga a ello, aunque haya que preguntarse que, si favoreciendo el mal que se trata de evitar, no se auspicia indirectamente un mal mayor. No en vano, junto a lo contraproducente que supondría ir a las urnas con una Valencia devastada y cuya recuperación costará años, ello entrañaría entregarle la Comunidad a quienes no sólo estuvieron igualmente ausentes el terrible 29 de octubre y que aprovecharon la confusión para repartirse el botín de RTVE y consumar una moción de censura el Requena, sino que se erijan en redentores no habiendo hecho nada en un sexenio para paliar las secuelas de una gota fría que, al menos desde la Edad Media, se ensaña cruelmente con el Levante.
En suma, ¿acaso Mazón es más culpable que Sánchez, Ribera o Marlasca, quienes se pueden ir de rositas como Illa de la mortandad del COVID hasta auparle a la Generalitat de Cataluña sin depurar responsabilidades políticas o penales tras ocultar la pandemia a la opinión pública para no entorpecer los festejos del Día de la Mujer de marzo de 2020? Desde luego que no, pero lo que era inimaginable es que Mazón se pusiera fecha de caducidad a sí mismo facilitando que Sánchez desvíe el cauce de los hechos a fin de que el lodo de la dana desagüe política y judicialmente encima de quien camina con la cabeza bajo el brazo.
Tras no dimitir para abordar los estragos de la riada, Mazón se ha echado tierra encima hasta enterrarse con las paletadas de su idiocia, por lo que su negativa a irse ha quedado reducida a rebote de gato muerto, Ni ha sabido emplear la tabla de salvación del «quien resiste gana» como Illa ni enfrentar al enemigo como Ayuso apropiándose de la factura que le corresponde a Sánchez tras su «espantá» de Paiporta dejando solos a los Reyes y después de resolver displicente, tras retrasar su regreso de la India, que, «si quieren ayuda, que la pidan» demorando primero la asistencia del Ejercito y luego las subvenciones como en La Palma por el volcán. En este sentido, diríase que Mazón ejemplifica una de las leyes fundamentales de la estupidez humana establecidas por el economista italiano Carlo M. Cipolla y que no es otra que aquella por la que, tratando de perjudicar al enemigo de todas las maneras posibles, se inflige uno a sí mismo el mayor daño y perjuicio.