Lo mejor que puede decirse del carrusel de reuniones informativas que ha mantenido este jueves el presidente del Gobierno con los distintos grupos parlamentarios es que ha resultado completamente ocioso.
En su comparecencia al término de los encuentros, Sánchez se ha mostrado complacido por haber pulsado que «todos compartimos unos mismos objetivos» sobre «cómo contribuimos en España a la paz en Ucrania y a la estabilidad y seguridad de Europa».
Una afirmación osada, a la vista de que algunos de los dirigentes con quienes se ha entrevistado han mostrado su oposición al Plan de Rearme acordado por la UE, contra el cual además votaron unas horas antes en el Parlamento Europeo.
Más allá de esta vaguedad, Sánchez no ha concretado cómo piensa cumplir con su compromiso con Bruselas de llegar al 2% del PIB en Defensa antes de 2029. Y tampoco se lo ha aclarado en privado a los líderes políticos, trasladándoles sencillamente la intención del Gobierno de acelerar el gasto militar.
De ahí que Feijóo haya lamentado que «salgo [de La Moncloa] igual que entré», tras no haber obtenido por parte del presidente ninguna respuesta a sus preguntas sobre qué nuevas partidas contempla aprobar ni cómo prevé financiarlas.
Si la pantomima de estas pseudocumbres bilaterales se hubiera quedado en la constatación de los opacos y escasamente articulados planes en materia de Defensa del presidente, cabría hablar de una mera pérdida de tiempo.
Pero lo ocurrido en el Palacio de Moncloa este jueves constituye un hecho mucho más inquietante.
Porque en su rueda de prensa ha dado a entender que no someterá el aumento del gasto en Defensa a votación en el Congreso de los Diputados. Quizás no se haya excedido por tanto Feijóo al calificar este desacato de «algo muy peligroso» que «nos conduce hacia la autocracia».
Como si la definición de la política de seguridad nacional fuera una cuestión menor, Sánchez la ha despachado terciando que «lo que tenga que pasar por el Parlamento, pasará, y otras cosas que tengan que ver con la gestión del Gobierno, tendrán que ser aceleradas por el Gobierno de España».
No por habernos habituado al constante desdén de Sánchez por el Congreso debería resultar menos aberrante que el presidente del Gobierno de una democracia parlamentaria exhiba semejante indiferencia por la función constitucional del Poder Legislativo.
El Parlamento no es una instancia accesoria, ni tampoco una simple herramienta de la acción gubernativa. Al contrario, y aunque Sánchez se esfuerce por orillarlo, es la sede de la soberanía nacional que confiere al Gobierno su legitimidad.
La inaudita liturgia escenificada por Sánchez en La Moncloa es análoga a la ronda de consultas que oficia el Rey para sondear la posición de los grupos parlamentarios antes del encargo de la formación de Gobierno al candidato a la Presidencia. Con la diferencia de que el Rey no veta de las audiencias ni siquiera a los partidos que lo insultan, contrariamente a lo que ha hecho Sánchez al excluir a Vox.
Pero para escuchar la postura de los grupos a Sánchez le bastaría con acudir al banco azul de la Cámara Baja, donde dispone de todos los medios para explicar y debatir por extenso sus propuestas.
Celebrar en La Moncloa una ceremonia que no le corresponde equivale a cerrar el Parlamento, como si gozara de la prerrogativa que tenía la Corona en los regímenes semiabsolutistas del siglo XIX. Y, por tanto, a una usurpación por el Legislativo de funciones atribuidas al Legislativo.
El aserto «no hay mucho más debate en esta cuestión», en boca de un político que no fuera Sánchez, habría espeluznado con razón a cualquier demócrata. Máxime cuando todos los grupos le han afeado que el aumento en la inversión en Defensa debería pasar por el Congreso.
Con su determinación de incrementar el gasto militar aun sin el apoyo de sus socios y al margen del Parlamento, Sánchez ha inaugurado una etapa de gobierno personalista. Negarle reconocimiento a los frenos institucionales que acotan la discrecionalidad presidencial marca un nuevo hito en su empresa de ocupación de sucesivas parcelas de poder.