Ignacio Camacho-ABC
- El estado de alarma mostró los rasgos del estilo cesáreo que ha derivado en la anomalía democrática de este mandato
Muertos hubiese habido de todas formas, y nunca podremos saber cuántos evitó (o no) el confinamiento. Entonces pareció necesario, y probablemente lo fue aunque el Gobierno ni siquiera atinó a implementarlo con los instrumentos constitucionales correctos y prefirió el estado de alarma al de excepción para suspender derechos. Eso no fue lo peor; quienes se quejaron del encierro quizá no oyeron el ruido angustioso de los respiradores en las UCI ni asistieron a la desesperación y la impotencia de los médicos. Lo peor, la cara más innoble de la pandemia, fue su enfoque como un problema de imagen política y lo que ello conllevaba de desprecio al sufrimiento. La obsesión por impostar un liderazgo usando la mentira, la ocultación, la censura y el miedo.
Eso es lo imperdonable. El ejercicio de elusión de responsabilidades. Las ruedas de prensa convertidas en partes de guerra con un portavoz rodeado de uniformes para avalar su colección diaria de embustes infames. Las decisiones (o más bien su ausencia) adoptadas sobre la base de cálculo de sus costes reputacionales. La milonga de la cogobernanza para licuar las consecuencias de las medidas más desagradables. Los consejos fraudulentos –ay, aquello de las «mascarillas insolidarias»–, las operaciones de desinformación, los comités de expertos ‘fakes’, el arbitrario abuso de autoridad sobre una población privada de sus libertades, asomada a las ventanas sin posibilidad de escape.
Aquella larga ceremonia del engaño, que comenzó con la autorización suicida de los eventos multitudinarios del ocho de marzo, sirvió de ensayo a una manera de gobernar (?) que ha alcanzado su cénit en el actual mandato. El control de la conversación pública, el bombardeo propagandístico, el recurso continuo al decretazo, la concentración de poder, la supresión de contrapesos institucionales, el ninguneo parlamentario, la estigmatización del pensamiento crítico, la hegemonía del relato, la transformación de la ciudadanía en una sociedad-rebaño, la mentira elevada a estrategia de Estado. Las trazas de un estilo cesáreo que tras el fin de la situación de emergencia ha derivado en la normalización de un sistema de inquietantes rasgos autocráticos.
El covid nos permitió conocer la verdadera personalidad del sanchismo, pero poco más hemos aprendido. Ni existe la prometida Agencia de Salud, ni ha mejorado la coordinación sanitaria de las autonomías, ni se ha aprobado una ley de pandemias, ni han mejorado los protocolos preventivos. Los cambios sociológicos pronosticados tras el virus apenas han cristalizado en una oleada de consumo turístico. Catástrofes como la de la reciente dana revelan una alarmante ineficacia en la prestación urgente de socorro masivo. Eso sí, ahora ya sabemos que el entorno del presidente se hizo rico mientras cientos de miles de españoles morían sin poder despedirse de sus seres queridos.