Ignacio Camacho-ABC
- Ahora que están llenos los pantanos es cuando procede planificar una estrategia hídrica nacional a medio y largo plazo
Ha sido decretar el cielo el final de este «confinamiento húmedo» de tres semanas largas y producirse en todo el país un frenesí de coladas, un desparrame en los parques, un asalto masivo a los veladores de las terrazas. El urbanita contemporáneo sigue llamando «buen tiempo» a los días soleados porque cree que el agua brota de los grifos por generación espontánea. Pero gracias a estos trenes de tormentas de febrero y marzo, a pesar de algunas inquietantes crecidas que han sembrado la alarma, se ha podido paliar en buena parte uno de los mayores problemas endémicos de España. Incluso los acuíferos agostados de la reserva de Daimiel han vuelto a llenarse por efecto de las borrascas, y a inundarse los suelos cuarteados de la marisma de Doñana. Buen momento para recordar que, al igual que los incendios forestales se combaten en invierno limpiando el monte, la sequía hay que afrontarla cuando la lluvia deja los pantanos colmados y la tierra empapada.
Es ahora cuando hay que abordar las inversiones hídricas. El aumento de las reservas, la regulación de los cauces, las conducciones de riego y abastecimiento, las obras de defensa de las poblaciones más desprotegidas. Proyectos que tardan de media más años de los que duran los mandatos institucionales y necesitan por tanto una planificación de largo alcance y una iniciativa desprendida del cálculo electoralista. Porque los ciclos secos volverán, muy pronto y muy prolongados, y nos acordaremos de los millones de metros cúbicos desembalsados estos días mientras algunas cuencas –sobre todo las del sureste, las que más sufren las danas malditas– continúan padeciendo un déficit estructural de capacidad acumulativa que estrangula su crecimiento económico, condiciona su producción agrícola y limita el desarrollo de su industria turística. No hay futuro sin agua, pero la hidrología no está de moda en esta política tan paradójicamente líquida.
No sólo falta dinamismo administrativo sino pensamiento estratégico, modelos de largo plazo. Ni existen trazas de que los pueda haber a la vista de la ruptura completa, radical, de los consensos de Estado. Las grandes infraestructuras requieren una estabilidad en el tiempo imposible de alcanzar en una escena pública inoperante, infectada de enfrentamientos binarios que en este caso –como en el de la energía– se extienden además al debate sobre el cambio climático, convertido en palestra de combate ideológico entre dogmáticos fundamentalistas, escépticos refractarios, profesionales del colapsismo y negacionistas obcecados. De modo que en plena era digital vamos a seguir viviendo literalmente al raso, pendientes del capricho atmósférico como aquel provinciano casinario –«…y al cielo mira con ojo inquieto si la lluvia tarda»– del poema de Machado. Inmóviles, resignados, ineficientes, estáticos. Sin avanzar hacia ningún horizonte que no sea el del fracaso.