Editorial-El Español

La reunión entre Carles Puigdemont y Arnaldo Otegi este martes en Waterloo constituye una provocación inaudita que pone en evidencia la debilidad del Gobierno de España. Y que manifiesta que Pedro Sánchez es poco más que un pelele al albur de fuerzas que representan lo más deplorable de la política.

El pretexto para el encuentro, poner en común «los retos a los que se enfrentan Euskal Herria y Catalunya» en «el nuevo contexto geopolítico»», resulta irrisorio en una coyuntura de rearme de las grandes naciones europeas, en la que no hay lugar para los microidentitarismos locales.

Y, menos aún, para la conjura de una suerte de federación de pueblos ibéricos que se afanan por socavar la unidad de un Estado de la UE. Una desestabilización que equivale a ejercer de quintacolumnistas de Putin, cuya injerencia para promover las ambiciones separatistas catalanas y vascas está sobradamenta acreditada.

Naturalmente, nada tienen que aportar por su cuenta los líderes de Junts y Bildu al esbozo de la «la autonomía estratégica que debe asumir la Unión Europea», como han expresado en su comunicado conjunto. La única motivación de este viaje es escenificar una humillación al Estado español que ningún presidente debería tolerar.

Por separado, la actividad política de Puigdemont y la de Otegi suponen una anomalía para cualquier sistema democrático.

El primero, un prófugo de la Justicia con el que el Gobierno ha pactado su propia exoneración penal y al que ha convertido en llave de la gobernabilidad de la nación.

El segundo, un condenado por terrorismo al que Sánchez ha sacado del ostracismo político para rehabilitarlo como socio preferente.

Pero su concertación en una especie de sindicato separatista es directamente ultrajante.

Máxime cuando cuando se ha producido en la víspera de la comparecencia de Sánchez para informar al Congreso (obligado por la oposición) sobre su plan de Defensa y el papel de España en el nuevo régimen de seguridad europeo.

La realidad es que Sánchez carece de una mayoría parlamentaria que le permita someter al escrutinio de la Cámara el aumento del gasto militar, ni que le garantice sacar adelante sus iniciativas legislativas.

Y, por eso, la portavoz del Gobierno se escudaba, el mismo día de la cumbre de la infamia, en que llevar los Presupuestos al Congreso supone «hacer perder el tiempo al Parlamento y a los ciudadanos».

Con esta novedosa doctrina para prescindir del control financiero por las Cortes, el Gobierno cree poder maquillar su extrema debilidad. Pero ya se han encargado Otegi y Puigdemont de certificar de forma chulesca que la capacidad para gobernar y para cumplir con los compromisos con la UE y la OTAN no está en manos de Sánchez, sino de dos partidos que tienen como proyecto destruir España.

Por eso, Sánchez acudirá hoy al debate sobre Defensa en el Congreso como un «presidente zombi», tal y como lo calificó Feijóo al exigirle que convocase el Debate sobre el estado de la Nación para que «quede retratada su soledad».

La provocación de Waterloo es una forma de reflejar la debilidad de España a través de la debilidad de su presidente, y a Sánchez como instrumento de los proyectos separatistas de Puigdemont y Otegi. Este desafío sólo puede tener una respuesta: que Sánchez anuncie hoy mismo la convocatoria de unas elecciones anticipadas para que el Gobierno de España, y su participación en la seguridad colectiva, deje de depender de quienes conspiran contra ella.