Luis Algorri-Vozpópuli

Esa sinceridad que nadie usa, seguramente porque la consideran electoralmente inútil

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dice que no hay ningún problema en volver a prorrogar los Presupuestos Generales del Estado, que ya venían prorrogados del año anterior. Eso no es verdad. O es una verdad a medias. Él lo sabe. El artículo 134.3 de la Constitución dice con toda claridad que “el Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Deberá presentar. No “podrá presentar” o “si le da tiempo, presentará”. Está obligado a hacerlo. Lo que Sánchez pretende ahora, saltándose una vez más la Constitución, es ahorrarse un debate y una votación que sin duda perderá (otra más), después de lo cual sí, los presupuestos vigentes podrán ser prorrogados de nuevo. Pero no antes. Eso es lo que dice la ley. Así que el presidente no está diciendo la verdad; algo que, si bien se mira, no constituye precisamente una sorpresa en su forma de proceder.

¿Presupuestos? El líder del PP, Núñez Feijóo, asegura una y otra vez que el presidente de la Generalitat de Valencia, Mazón, tiene gran mérito por haber logrado acordar los presupuestos autonómicos con la extrema derecha, porque la principal preocupación de este Mazón es la “reconstrucción” de la zona arrasada por el agua. Eso no es verdad. Y Feijóo lo sabe mejor que nadie. La principal preocupación de Mazón es mantenerse en el sillón presidencial como sea y al precio que sea. Mazón se ha convertido, para Feijóo, en una especie de orzuelo del que no sabe cómo librarse, porque no lo puede echar del despacho de la Generalitat; puede intentarlo, sí, pero al riesgo de provocar en su partido una guerra fratricida –perdón: otra guerra fratricida– con la que pasaría lo mismo que con todas las guerras: que se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo acaban. Así que el presidente del PP no está diciendo la verdad. Seguramente porque no puede.

Díaz no ha confiado en la palabra del presidente en su puñetera vida, entre otras cosas porque le conoce. Díaz lleva ya mucho tiempo tratando de hacer agujeros en el queso del Gobierno… desde dentro

¿Dinero? La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, no deja de repetir que las negociaciones con su vecina de al lado, la ministra de Trabajo Yolanda Díaz, van estupendamente y que está muy contenta porque, al final, serán “muy pocos” los españoles que viven del salario mínimo que tengan que tributar a Hacienda. Eso no es verdad. Y a la ministra andaluza se le nota desde siete kilómetros que, de contenta, nada. Los ministros de Hacienda, procedan de donde procedan, acaban pareciéndose todos: les entra una voracidad recaudatoria incontenible que se acaba reflejando en que se les ahúsa la nariz, se les aganzúa, y acaban pareciéndose todos a Harpagon, el avaro que inventó Molière, o a Cristóbal Montoro. A esta señora Montero ya empieza a notársele. Porque eso que dice no es verdad: ella querría que todo bicho viviente pagase a Hacienda la cuarta o quinta parte de sus ingresos, como nos pasa a muchos pensionistas, que vemos pasar ante nuestra cara de bobos a nuestro dinero sin olisquearlo siquiera.

Yolanda Díaz asegura, sin despeinarse lo más mínimo, que “confía en la palabra del presidente” y en que el inevitable aumento de los gastos de Defensa no saldrá de recortes sociales. Eso no es verdad. Díaz no ha confiado en la palabra del presidente en su puñetera vida, entre otras cosas porque le conoce. Díaz lleva ya mucho tiempo tratando de hacer agujeros en el queso del Gobierno… desde dentro, y de asomar por ellos su sonriente cabeza, para que la veamos todos bien: de eso y de nada más depende su supervivencia política y la de su curiosa formación, cada vez más menguada y escurrida a pesar de la profusión de siglas que aloja. Así que Díaz no dice la verdad; quizá lo parece, porque ella pone en eso mucho empeño, pero no es así.

Ayuso lleva ya tiempo encasquillada en que la persecución judicial de las probadas y lucrativas tropelías de su novio es, en realidad, una tenebrosa conspiración de escualos para destruirla políticamente a ella, alma pura y cándida como la azucena, como bien sabemos. Eso que dice no es verdad y no es que ella lo sepa; es que asombra ver con cuánto tesón repite semejante cuento, quizá con la esperanza de que alguien, quizá algún niño en algún remoto lugar del mundo, se lo crea. ¿Barones? Ahí tienen a López Miras, de Murcia, y al aragonés Azcón, que se acaban de dar cuenta, hay que suponer que para su propio y completo pasmo, de que los niños inmigrantes son malísimos todos, peores que la pelagra, y de que las acciones para proteger el medio ambiente y paliar el cambio climático son puro dogmatismo comunista. Que eso sea lo contrario de lo que han dicho toda la vida, pero que sea también justo lo que les exige la ultraderecha que digan para apoyarles en los presupuestos (y mantenerles en el poder) pues bueno, pues mira, pues no deja de ser una curiosa coincidencia, ¿no es cierto? Ni Ayuso, ni Azcón ni López Miras dicen la verdad. Lo increíble es que, como Mazón, tengan la cara dura de ponerse ante los micrófonos para decirlo, a pesar del riesgo evidente de que a quienes les escuchan se les suelte la risa.

Reconozcamos que para lograr eso hay que tener verdadero talento. Y mucha dedicación. Y tiempo. Algunos de nuestros embusteros más celebrados y brillantes, como Iker Jiménez, ni remotamente se acercan a esas cifras

De las centurias de Abascal no merece la pena hablar. La mentira, la manipulación y la demagogia más tosca son su manera habitual de proceder, su hábitat político natural. No en vano se reconocen devotos feligreses –arma al brazo y en lo alto las estrellas, que decía José Antonio– de Donald Trump, un sujeto que, en los mil y pico días que duró su primera presidencia, dijo un total aproximado de 15.488 mentiras (fuentes: The Washington Post y el Toronto Star), lo cual supone una media de 14,6 trolas por día. Reconozcamos que para lograr eso hay que tener verdadero talento. Y mucha dedicación. Y tiempo. Algunos de nuestros embusteros más celebrados y brillantes, como Iker Jiménez, ni remotamente se acercan a esas cifras.

Nos convencieron, cuando éramos muchachos, de que la política ejercida al amparo de la libertad y de la democracia era uno de los mejores y más nobles oficios que podían soñarse, porque los políticos trabajaban para el bienestar y el progreso de todos; no tenían otra función y nuestro trabajo, como ciudadanos, consistía en elegir la forma que nos pareciese mejor para conseguir esa armonía común. Lo creímos. Lo creímos de verdad. Nos enseñaron que Platón imaginaba una república gobernada por filósofos, que son gente que se pasa la vida persiguiendo la verdad. También lo creímos. Y que Aristóteles prefería una política más basada en la observación de la naturaleza humana, que es otra aproximación, esta empírica, a la verdad. Lo volvimos a creer. Nuestra juventud transcurrió protegida por el convencimiento de que política y verdad, o al menos sinceridad, eran conceptos inseparables.

Un señor de Sevilla que se llamaba Maysounave fundó un partido político pequeñito que se llamaba Proverista; es decir, pro veritas, defensor de la verdad. Nos reímos no porque aquello fuese mala idea, sino porque era un poquitín cursi y, sobre todo –pensábamos– innecesario

Tardamos en escuchar que la política es el paraíso de los charlatanes, como decía Bernard Shaw, o que es muy difícil hacer compatibles la política y la moral, como se lamentaba Francis Bacon… ya a principios del siglo XVII. Pero todos sabíamos que Bernard Shaw se moría por una frase brillante y que Bacon era un amargado, así que preferimos no hacerles mucho caso.

Incluso nos dio un poco la risa cuando, a principios de la Transición, un señor de Sevilla que se llamaba Maysounave fundó un partido político pequeñito que se llamaba Proverista; es decir, pro veritas, defensor de la verdad. Nos reímos no porque aquello fuese mala idea, sino porque era un poquitín cursi y, sobre todo –pensábamos– innecesario: caramba, ¡todos los políticos se basaban en la verdad para proponer y defender sus ideas! ¿No era así? ¿No era eso lo que habíamos estudiado? Al buenazo de Maysounave no le fue del todo bien, aunque aguantó la friolera de doce años. Pero en las elecciones generales de 1982 obtuvo 168 votos… en total, en toda España (el PSOE, si lo recuerdan, logró 10,1 millones). Y poco después se disolvieron.

Lo que la gente se crea

Hoy, como venimos comprobando, la singular, lo noticioso, no es que a un político le pillen mintiendo. Lo verdaderamente extraño es que le sorprendan diciendo la verdad o al menos siendo sincero. Esa verdad, esa sinceridad que nadie usa, seguramente porque la consideran electoralmente inútil; mientras que se ha convertido en un axioma indispensable para cualquier alevín de concejal –suele ser el primer paso en una carrera política– la conciencia clara de que lo que cuenta no es la verdad, sino lo que la gente se crea.

Pero ya incluso eso es innecesario. En un contexto en el que todos, absolutamente todos, mienten, el mérito y la admiración se los lleva no quien no lo hace, sino quien nos miente con más salero, con más cara dura o con mejor sonrisa. ¿Hay alguna verdad? ¿Sí o no? ¿Y qué más da eso ya?

De algo parecido a esto estaban hablando los políticos en Constantinopla, en 1453, cuando entraron por la puerta los turcos y los degollaron a todos. Siempre he pensado que se lo tenían más que merecido.