Ignacio Camacho-ABC

  • Sánchez se ha quedado solo al frente de un Gobierno en colapso y un partido encadenado al personalismo de su liderazgo

En 1986, Felipe González entendió, o le hicieron entender, que el objetivo principal de su Gobierno –el ingreso de España en la entonces denominada Comunidad Europea– era incompatible con la promesa de convocar un referéndum para salir de la OTAN. Hizo lo que tiene que hacer un líder obligado a cambiar de criterio por las circunstancias: mantuvo la consulta pero decidió defender la postura contraria. Se enfrentó a la izquierda, sobre todo a la cultural, y vinculó su presidencia a la continuidad en la Alianza Atlántica. La victoria, aunque ajustada, le permitió salir del envite con un notable refuerzo de autoridad y de confianza. Ese liderazgo prescriptivo es una de las virtudes extraviadas en la deriva populista contemporánea.

Diez años después, Pujol tumbó los Presupuestos que el Ejecutivo felipista había presentado en plazo y forma en el Congreso. González disolvió la legislatura, convocó elecciones y, ya muy desgastado por la corrupción y un paro del veinte por ciento, las perdió por los pelos. Tenía a su alcance la posibilidad de explorar un pacto con Izquierda Unida y otras minorías, pero rehusó por no someterse a sus condicionamientos. Y aunque le costó doblar el brazo ante Aznar, al que despreciaba, y digerir que había pasado su tiempo, después de cuatro mandatos consecutivos aceptó que la permanencia en el poder no merecía cualquier precio.

Tres décadas más tarde, otro presidente socialista se niega a presentar las cuentas del Estado porque carece de mayoría. Europa, desamparada por la repentina desafección de Estados Unidos, le exige un esfuerzo de inversión en defensa que rechazan sus socios comunistas y separatistas, soportes precarios de un mandato de mínima estabilidad y casi nula producción legislativa. La oposición conservadora le ofrece los votos necesarios para cumplir el compromiso europeo y los declina por pura obcecación ideológica y política. La situación retrata a un gobernante solo y sin salidas, con su entorno inmediato cercado por la Justicia, que se resiste a adoptar la única solución digna y legítima en una democracia representativa.

Más allá de la irresponsabilidad de un Sánchez agarrado al mástil en pleno naufragio, la sacudida del escenario geopolítico proyecta en España una desoladora percepción de deterioro del sistema, en claro deslizamiento hacia el modelo autocrático. El ninguneo de las reglas no escritas, y hasta de las escritas, y el escapismo parlamentario conducen las instituciones al colapso y revelan la sumisión de una dirigencia inepta al desvarío de un mando temerario. Lo más desesperanzador de este proceso degradado es la evidencia de que el mismo partido que desarrolló las bases constitucionales ha acabado por convertirlas en un guiñapo. Las comparaciones –ay, Felipe de la OTAN, cantaba Carlos Cano– sólo resultan odiosas cuando sus términos son falsos. Y no es éste el caso.