Luis Ventoso-El Debate
  • El presidente de Estados Unidos se equivoca al maltratar a sus aliados porque la auténtica pelea de fondo, lo que está en juego, es la pugna libertad-dictadura

Viñetas estadounidenses. Empecemos por 1899, cuando se funda la acería American Rolling Mill (ARMCO) en Middletown, una ciudad sin mucha historia de Ohio, por entonces de 7.000 almas. La planta de ARMCO se convirtió en el pulmón del rápido crecimiento de Middleton y en un imán de mano de obra fabril.

Una riada de hillbillies de las mustias comarcas carboneras de Kentucky tomaron la Ruta 23 para buscar oportunidades en las fábricas de Ohio. Entre ellos iban los jovencísimos abuelos del hoy vicepresidente estadounidense, J.D. Vance, como cuenta él mismo en su recomendable libro de memorias. El abuelo entró en la acería de Middletown y se convirtieron en una «familia ARMCO»: toda su vida dependía de esa industria providencial.

Pero la globalización, con la fiera competencia foránea, le sentó mal a ARMCO, que acabó en manos de la japonesa Kawasaki. Finalmente, lo que había sido ARMCO, ahora llamada AK Steel, llegó a abandonar su cuartel general de Middleton. La ciudad se hundió. El clima social se agrió rápidamente. Donde antes había tiendas opulentas ahora aparecían bajos cerrados, o casas de empeños. El consumo de droga y las rupturas familiares se dispararon. Middleton se gripó. Nunca volvió a ser lo que había sido. Entre sus vecinos quedó el resquemor de que alguien les había robado su futuro. El «Make America Great Again» suena en esos pagos a música celestial.

Segunda viñeta. El 29 de octubre de 1929, la Bolsa neoyorquina se desploma en el funesto Martes Negro. Es el pistoletazo de salida de la terrible Crisis del 29. ¿Qué hacer? El Gobierno republicano decide recurrir a un tratamiento de choque proteccionista. El 17 de junio de 1930 se aprueba la ley Smoot-Hawley, con el nombre del senador y el congresista que la impulsan. La norma fija tasas para gravar 20.000 artículos importados. Es el mayor arancel proteccionista desde 1828. Un millar de ilustres economistas ruegan al presidente Herbert Hoover que vete la ley. Henry Ford lo visita en la Casa Blanca para advertirle de que se trata de «una estupidez económica». JP. Morgan se expresa en términos similares.

El arancel de 1930 sale adelante y en sus primeros compases anima la producción local. Parece funcionar. Pero la guerrilla comercial entre países acaba lastrando la economía. Hoy la inmensa mayoría de los estudiosos concuerdan en que aquella errónea medida aumentó el dolor de la Gran Depresión (aunque el gran liberal Milton Friedman discrepaba y veía más grave la errónea política monetaria).

Tras la catástrofe de las dos guerras mundiales, se rubrican en el verano de 1944 en New Hampshire los acuerdos de Bretton Woods, que imponen un nuevo orden monetario internacional y facilitan el libre comercio. El mundo se sacude décadas de proteccionismo. Unido al hecho de que toca reconstruir lo devastado por la guerra, el resultado es el gran estirón económico de los cincuenta y setenta, edad de oro del capitalismo.

Tercera viñeta. Cuentan que el presidente Obama, molesto por la fuga de la producción fabril a Asia, reunió a los grandes capitanes de las tecnológicas estadounidenses para plantearles una pregunta: ¿Qué podemos hacer para volver a fabricar en América? Steve Jobs, al que nunca le importó mostrarse como un borde, le responde con franca sequedad: «Olvídese. Eso nunca volverá a ocurrir». La biografía política de Trump es un intento nacionalista de rebelarse contra tal aserto.

La globalización ha sido un fenómeno agridulce. Ha disminuido drásticamente la pobreza en el mundo. Ha sacado a flote a Asia. Ha situado a la antaño depauperada China al borde del liderazgo mundial. Pero ha dejado heridas locales que escuecen, sobre todo en Occidente, que paga el hecho indiscutible de que la prosperidad se está mudando a Asia.

En contra de lo que sostiene Trump, Estados Unidos es un claro ganador de la globalización, pues sus compañías digitales colonizan el mundo, a veces con flagrantes monopolios que burlan a las haciendas locales (véase el inevitable buscador de internet). La denostada globalización, esa que odian los vecinos de los muchos Middletown de América, en realidad ha supuesto un éxito para Estados Unidos: nueve de las diez mayores empresas del mundo son de allí. Sin embargo, la nueva economía digital resulta menos distributiva que la fabril. No ofrece la cantidad de empleos bien remunerados para gente de baja cualificación que ofertaba la vieja economía manufacturera. Muchos se han quedado atrás. Además sienten y saben que sus hijos vivirán peor que ellos. El malestar americano se agudiza con una epidemia de divorcios, opiáceos y violencia, que ha averiado la fábrica social.

A su modo, rotundo y confuso, Trump quiere arreglar todo eso dando un puñetazo nacionalista sobre el tablero mundial. Su bate de béisbol son los aranceles. El argumento nacionalista es fácil de vender y encandilará a su parroquia: el resto del planeta se ha aprovechado de nosotros y llegó la hora de que nos paguen.

Trump es muy inteligente y tenaz. Pero padece un déficit de atención notable y presenta un nulo interés por el detalle y la reflexión profunda. Se trata de un hombre analógico del siglo XX, que no está entendiendo el mundo digital del XXI y que pretende arreglar los problemas ciertos de su país, una Roma en declive, con recetas proteccionistas del XIX.

Olvida la auténtica cuestión: la pugna que vivimos es en el fondo una lucha entre libertad y autoritarismo, y las capitales de ambos bandos son Washington y Pekín. Al mortificar a los aliados naturales de su país (Europa y Australia) y a los que añadió tras la II Guerra Mundial (Japón y Corea del Sur), Trump los está arrojando a los brazos de China.

Tras habernos robado nuestros secretos industriales, blindar su mercado plantándonos todo tipo de barreras y tras colocarnos sus productos compitiendo con un taimado dumping, los chinos del PCC van a jugar ahora a presentarse como referente de estabilidad frente a un Trump alocado (imagen que fomenta también la izquierda occidental). Emisarios japoneses y coreanos se acaban de reunir ya con sus hasta ahora irreconciliables enemigos chinos. Europa puede escuchar también pronto los cantos de sirena de Pekín (pato cojo Sánchez ya vuela hacia allí).

Trump se ha equivocado políticamente al pisotear a sus amigos. También es harto dudoso que le funcione el alarde proteccionista, pues hasta ahora jamás ha traído más riqueza.

Los chinos, que nos ven como sociedades decadentes y que tienen un inquietante «plan para el mundo», aplauden con las orejas. El show del jardín de la Casa Blanca servirá para acelerar el inicio de la era china. El cristianismo, la filosofía griega, el derecho romano y la ilustración; es decir, Occidente, se ha quedado sin capitán.