El ‘Wake Up, Spain!’ más impactante e importante hasta la fecha nos ha dejado una estela de momentos y reflexiones memorables, pero la frase de la semana la pronunció la analista del Instituto Elcano Mira Milosevich: “España y Europa ya están despiertas, lo que necesitan es levantarse de la cama”.
O lo que es lo mismo, si no hacemos lo que tenemos que hacer, no es porque tengamos los ojos cerrados. No es porque no seamos conscientes. Es porque nos da pereza o nos resulta incómodo.
Esos «diez minutitos más» durante los que nos agarramos al lecho sin que se nos despeguen las sábanas, son los meses o más bien años, a veces décadas, que arrastran nuestras instituciones entre el diagnóstico y la ejecución.
Da igual que hablemos del Plan Hidrológico, de la Ley del Suelo, de las inversiones en renovables del PNIEC, de la Unión Bancaria, del euroejército o de otras propuestas unánimemente aplaudidas de Letta y Draghi para la autonomía estratégica de la UE.
La España de Sánchez, por su debilidad parlamentaria, y la Europa de Von der Leyen, por su esclerosis burocrática, son un exasperante “vuelva usted mañana”. Ahí seguimos, dos siglos después de que lo advirtiera Larra.
La mejor prueba de que, aun despierta, Europa lleva medio siglo dormida en los laureles es el asombroso dato que Letta puso sobre la mesa durante el ‘Wake Up’: a comienzos de los 80 el PIB de Italia era similar al de China y la India juntas.
Hemos vivido el elegante letargo de una dulce y en cierto modo magnífica decadencia. Pero esta vez no nos queda otra que espabilar. Y de repente, “con verdadero sentido de urgencia”, como nos dijo Ana Botín, porque “se están reescribiendo las reglas globales y no precisamente de manera negociada”.
Trump irrumpió como un patoso elefante en la tienda de porcelana en pleno ecuador del ‘Wake Up’. Aun resonaban en nuestros oídos las palabras del Rey, instándonos a “no permitir” que el mundo actual, basado en el Derecho y la cooperación, se convierta, como le pasó de forma insoportable a Stefan Zweig, “en el mundo del ayer”.
Y cuando escuchamos el mitin arancelario del jardín de la Casa Blanca, nos dimos cuenta de que Felipe VI tenía motivos para transmitir esa honda preocupación.
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¿Qué digo “mitin”? Aquello fue el “show” verborreico del ‘Doctor Dulcamara’. Ahí estaba Trump, vendiendo la poción mágica de El elixir de amor con la lengua desatada, las chanzas e interacciones con el público -pizarrita incluida- de los charlatanes de las ferias de los pueblos. Sólo faltaban unos cuantos manteles de arpillera con manchas de grasa en las mesas de los notables invitados.
Con dos diferencias. El contenido de los frasquitos del ‘Doctor Dulcamara’ parecía dulce porque en el pueblo había calvos, cojos y quienes sufrían mal de amores. A todos se les prometía cura. El resultado se volvía amargo porque el líquido era sólo agua coloreada, sin efecto alguno sobre nada.
En cambio, el ‘Doctor Trampa’ está vendiendo su crecepelos a una nación bastante melenuda en términos de riqueza, crecimiento, poder adquisitivo y empleo. Su ‘Make América Great Again’ se basa en una debilidad impostada, en un incendio sobredimensionado, en una enfermedad imaginaria o al menos contenida con poderosos anticuerpos.
En definitiva, en un catastrofismo electoralista que le permitió surgir como cirujano de hierro en su ululante coche de bomberos. Y para más inri, esparciendo por doquier el chorro a presión de un jarabe venenoso.
Esa es la segunda diferencia. Nunca nadie había merecido como el ‘Doctor Trampa’ el calificativo de matasanos.
En sólo dos días constatamos, desde el privilegiado palco de ‘Wake Up’, los efectos perniciosos de esa pócima. Ya lo habían advertido poderosas voces del pasado como Reagan y la práctica totalidad de los economistas respetados del presente.
Más allá de la simultánea escalada de los aranceles y caída de las bolsas, lo verdaderamente grave es el colapso de la confianza en el orden económico mundial y en el sano juicio de un presidente de los Estados Unidos que alega que hay que recelar más de los amigos que de los enemigos.
Como bien alega Letta, peor aun que el “desafío económico” es el “desafío democrático”.
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Mientras Roma ardía, Nerón se fue a tocar la cítara y a jugar al golf a Mar-a-Lago. El exjefe del MI6, Sir Richard Dearlove nos advirtió de que, así como en la Casa Blanca aun queda gente seria y competente, de la corte de radicales que rodea los fines de semana al presidente en su reducto de Florida puede temerse lo peor.
Desde allí Trump lanzó el viernes por la noche su último misil: “MY POLICIES WILL NEVER CHANGE”. Algo así como el “lasciate ogni speranza” de la puerta del Infierno del Dante o la advertencia en tercera persona de Thatcher de que la flota que se dirigía a las Malvinas no daría la vuelta: “The Lady is not for turning”.
Pero, aunque Trump utilice las versales de quien grita en las redes sociales para apabullarnos con una falsa imagen de intransigencia, en sus tres meses en la Casa Blanca ya le hemos visto dar suficientes bandazos -sobre Ucrania, Gaza o los propios aranceles- como para relativizar su contundencia.
Trump es un demagogo oportunista obsesionado por el poder sin ningún freno ni bagaje ideológico. Pero precisamente en lo repudiable de este perfil está el resquicio a través del que plantarle cara.
La profunda incoherencia entre su guerra arancelaria y el liberalismo económico que preconiza en materia de desregulación o impuestos, alienta la expectativa de que module, rectifique o incluso haga añicos su pizarra según evolucionen las circunstancias. Es decir, en función del impacto que sus medidas tengan en la clase media norteamericana.
Trump es un demagogo oportunista obsesionado por el poder sin ningún bagaje ideológico. Pero precisamente en lo repudiable de este perfil está el resquicio a través del que plantarle cara.
El miedo a estar engendrando una recesión, fruto del hundimiento del comercio exterior y el retraimiento del consumo, ya se trasluce en su abrupta presión al presidente de la Reserva Federal para que baje los tipos de interés. Pero detrás de esa puerta amenaza el lobo de la inflación que es precisamente el que Trump invocó una y otra vez durante la campaña electoral.
Corre el riesgo de que, cuando tenga que pasar la reválida de las legislativas de mitad de mandato, los demócratas puedan reproducir el mostrador de tienda de ultramarinos que él utilizó durante su campaña. Si resultara que los precios de los productos básicos hubieran subido tras la guerra arancelaria, el trumpismo estaría perdido.
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Por mucho que se empeñe en bloquear los “checks and balances” de la política norteamericana, Trump no tiene a su alcance transformar los Estados Unidos en una dictadura como Rusia, China o Irán.
Ya hay indicios de que en la base de la sociedad se generan antígenos con proyección electoral: mientras la popularidad de Trump cae, su candidato al Tribunal Supremo de Wisconsin ha sido derrotado por una demócrata; y aunque los republicanos han conservado los dos escaños de Florida vacantes en el Congreso, lo han logrado con mucho menor margen que en noviembre.
Todo esto avala la prudencia con que Von der Leyen ha gestionado hasta ahora el pulso arancelario. Como dijo Feijóo, reaccionando con gran lucidez en nuestro foro al envite de la Casa Blanca, “una escalada de insultos a Trump no va a dar de comer a nadie”.
El líder del PP también pidió una “respuesta en defensa de nuestros sectores productivos con firmeza, proporcionalidad e inteligencia”. Y este último atributo es el más importante.
La UE tiene que levantarse imperiosamente de la cama y afrontar un futuro en el que ni la seguridad ni el bienestar de sus ciudadanos dependa de Washington. Eso requiere un mínimo de tiempo para resolver sus problemas de gobernanza, coordinar sus planes con el Reino Unido y llevar a efecto multimillonarias inversiones en Defensa antes de que Putin esté en condiciones de atacar a otro país.
Y al mismo tiempo, Bruselas ha de gestionar una guerra comercial con quien, a pesar de todos los pesares, debe seguir siendo su principal socio y aliado. En esta paradoja radica el desafío a la inteligencia de los líderes europeos.
La UE tiene que levantarse imperiosamente de la cama y afrontar un futuro en el que ni la seguridad ni el bienestar de sus ciudadanos dependa de Washington
Los aranceles de Trump pueden hacernos un daño inmenso, directo o indirecto -lo que más afectará a España será el debilitamiento de Alemania, Francia e Italia-, pero nosotros también tenemos grandes bazas que jugar. Sobre todo, si ponemos en la balanza no sólo los bienes que exportamos sino también los servicios que importamos de Estados Unidos.
Trump no habló de esto a la hora de hacer sus cuentas. Pero si Estados Unidos encarece el precio de cada botella de Rioja que pase por sus aduanas, la UE tendrá que encarecer el coste de cada suscripción de Netflix que entre en nuestras casas. Los consumidores saldremos perdiendo por partida doble, hasta terminar en el eterno chiste del dentista.
En el peor de los casos será un pulso comercial entre naciones amigas o, si se quiere, una bronca entre gobiernos democráticos. Con tantos lazos en común que inexorablemente servirán de amortiguadores y facilitarán salidas negociadas.
El Secretario de Estado Marco Rubio acaba de asegurar que no está en los planes de Trump salirse de la OTAN. Ni por supuesto renunciar a las bases norteamericanas en Alemania, Italia o España.
Y los europeos no vamos a dejar de aprender inglés como lengua franca ni de tomar como referencia cultural el cine, la música o la literatura norteamericana. Ni de utilizar la Visa o la American Express, amén de pagar en dólares cada vez que viajemos a Nueva York o Miami. Ni de beber Coca Cola, embotellada en España por empresas españolas.
Todo esto sobrevivirá a Trump y las libertades públicas también.
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Por el contrario: ¿hay algún signo de que, por mucho que intensifiquemos las relaciones comerciales con China, el régimen de Xi Jinping vaya a evolucionar hacia un modelo democrático? Lamentablemente no. Más bien parece que su formidable auge tecnológico en todos los órdenes, incluye también la eficaz sofisticación de sus métodos de represión política.
En el estupendo artículo de Thomas Friedman, contraponiendo esta semana el fulgurante despegue chino desde aquella economía que hacía dumping tirando los precios y robando tecnología con el estancamiento del “pensamiento mágico” de Trump, yo he subrayado dos ideas:
1.- “Lo que hace de China una apisonadora industrial es que no sólo fabrica más barato; es que fabrica más barato, más deprisa, mejor, de manera más capaz y utilizando cada vez más la Inteligencia Artificial”.
2.- “Todo el sistema está orientado a la velocidad. Incluido si desafías el dominio del Partido Comunista, en cuyo caso serás arrestado deprisa, gracias a las cámaras de vigilancia que hay en todas partes, y desaparecerás deprisa”.
Es imposible admirar lo uno, sin aterrorizarse ante lo otro. ¿Será verdad, como apunta una respetada voz de los servicios occidentales, que todos los coches de fabricación china incluyen una funcionalidad que permitiría a Beijing detenerlos en caso de conflicto global?
Hay que reconocer que nos hemos quedado sin margen para especular y que, aunque la prioridad para los gobiernos europeos, empezando por el de Sánchez, sea mejorar la competitividad de nuestras empresas, aliviándolas de cargas fiscales y regulación superflua, también les toca ser proactivos en las relaciones comerciales.
Y es obvio que, si bien lo ideal sería seguir el consejo que nos dio el embajador de la India en ‘Wake Up’ y primar los intercambios con otras democracias como la suya, el inmenso mercado chino adquiere ahora una importancia redoblada gracias a Trump.
¿Será verdad que todos los coches de fabricación china incluyen una funcionalidad que permitiría a Beijing detenerlos en caso de conflicto global?
Nadie puede negar, pues, el sentido de la oportunidad del tercer viaje en dos años que Sánchez emprenderá esta semana a Beijing, precedido de su primera visita a Vietnam, la otra gran dictadura comunista que pretende beneficiarse del capitalismo de Estado en Asia.
Nuestro presidente podría parafrasear a Deng, retocando la frase que tanto impresionó a Felipe González: “Gato negro, gato blanco, qué más da; lo importante es que cace… contratos”.
El riesgo reside, como ha subrayado Feijóo, en que habiendo tenido a Zapatero como “avanzadilla”, este viaje adquiera una dimensión más política e implique a España en la estrategia de la superpotencia que respalda sin vacilación a Putin y disputa a Estados Unidos y la UE la hegemonía global.
Es cierto que vivimos en una situación alucinógena en la que puede tener sentido colaborar con nuestros adversarios para defendernos de la agresión de nuestros amigos. Pero sería muy grave que esta coyuntura nos desencajara del mundo de las democracias atlánticas hasta el punto de dejar de considerar a China un “rival sistémico” como, apartándose de la doctrina de la UE, dijo anteayer Carlos Cuerpo.
Puede que este dislocamiento no le venga mal a Sánchez de cara a sus pretensiones de perpetuarse al menos trece años en el poder. Pero en este envite nos jugamos mucho más que la balanza comercial.
Ayer mismo la CNN se hacía eco de las especulaciones que circulan entre las élites chinas sobre la presunta purga por Xi del número dos del Ejército. Puesto que los rumores se desataron cuando el general He Weidong no asistió junto al resto de la cúpula militar a una ceremonia ritual de reforestación, los sinólogos sostienen que ahora toca “leer en las hojas de los árboles” hasta saber a qué atenerse.
He ahí la gran diferencia de nuestro modelo de sociedad. En una democracia si el jefe del Gobierno decide purgar súbita e inesperadamente a su número dos, la prensa y los tribunales averiguan el por qué, pasando por Koldo, Joseba, Jésica y Andrea. En Beijing, Aldama habría alimentado hace tiempo a las pirañas rojas de la Ciudad Prohibida.