- Dice que están «haciendo historia», que «hay que acabar con el negocio de la vivienda» (eliminar un sector industrial) , que «se acabó la impunidad de los rentistas y de los caseros» (alquilarle un piso a alguien pasa a ser delito)
Corre el vídeo de una joven lanzando una arenga con veneno. Representa a un improbable Sindicato de Inquilinas e Inquilinos, derivándose necesariamente que ser arrendatario es un trabajo. A un nombre tan extraño se le habría sacado punta cuando el personal era más leído y despierto. En estos tiempos romos, al natural impulso de darle la vuelta a un sindicato de inquilinas e inquilinos lo frenan varias fuerzas, unidas en un solo vector de autocensura. Por ahorrar palabras, lo llaman sindicato de inquilinas. Siendo así que los guoques usan a menudo el femenino como genérico (Unidas Podemos), podríamos entregarnos al choteo, ese salvavidas que nos mantiene a flote en los naufragios intelectuales. Pero tampoco nos apetece porque damos por bueno el destrozo del lenguaje. Ahora volvamos a la joven promocionada por El País.
Lejos de ser una anécdota, la cosa apunta más bien a un movimiento revolucionario. Piensan que exagero, pero ahí está el verbo «decretar», inequívoco. «Decretamos los alquileres indefinidos», afirma. E insistiendo en la inesperada naturaleza laboral de la posición de arrendatario, añade con coherencia: «Proclamamos el derecho a la huelga de alquiler». Todo esto ocasiona una tremenda confusión si uno se detiene a recuperar el significado de las palabras. Pero no hay tiempo, conscientes como somos de que toda revolución empieza por el desplazamiento semántico. Como el derecho de huelga existe, aparecerá como respetable de entrada aquello que bajo su etiqueta se invoque. La apropiación de «sindicato» y «huelga» transforman la realidad como un hechizo, cobrando tintes épicos el prosaico incumplimiento de los contratos. La jerga remite a los derechos conquistados por la lucha obrera y tal.
Llamarle al grupo Unión de Incumplidores de Contratos no mueve los instintos de rebelión, aunque el nombre encaja. Personalmente, cuanto consiga la joven hechicera me beneficia dada mi condición de inquilino, de arrendatario. Pero soy tan tonto que mantengo un terco apego al acatamiento de las leyes, y no hay modo de quitármelo de encima. La índole del sindicato de inquilinas resulta transparente a los familiarizados con el lenguaje revolucionario. Dice que están «haciendo historia», que «hay que acabar con el negocio de la vivienda» (eliminar un sector industrial) , que «se acabó la impunidad de los rentistas y de los caseros» (alquilarle un piso a alguien pasa a ser delito).
«Decretar» es la clave. Decretan los alquileres indefinidos. Pero decretar es decidir por parte de quien tiene la autoridad para ello. Si la joven decreta, y el órgano de la izquierda española se lo toma en serio, estamos —insisto— ante un acto revolucionario. Incipiente, pero revolucionario. Una vez emitidos los decretos por este nuevo poder surgido al margen y en contra de la ley, se nombra al enemigo, elemento imprescindible en toda revolución, y el señalamiento no es solo genérico; a los enemigos, empresas privadas, los detalla. La guinda: «El miedo tiene que cambiar de bando». Arrendamientos indefinidos de precio invariable eran ley bajo el franquismo. Tampoco existía el despido libre. ¿Estamos ante un golpe franquista?