Editorial-El Español

«Está yendo muy bien». En este veredicto sobre el severo trastorno que está infligiendo en la economía global su insólita política arancelaria se expresan dos de las notas características del liderazgo de Donald Trump: la arrogancia y la adhesión a «hechos alternativos», según la célebre expresión que empleó quien fuera su consejera en 2017.

Lo cierto es que el tarifazo universal que ha impuesto a las importaciones estadounidenses ha provocado la peor semana bursátil desde el inicio de la pandemia, con caídas en los mercados de más del 10%.

Ha instigado una escalada de represalias por parte de muchos de los países afectados, que amenaza con multiplicar las barreras al intercambio, desatar una guerra comercial mundial e inaugurar una nueva era proteccionista.

Y ha hecho cundir el pánico entre todos los actores políticos y económicos extranjeros a que su vuelco autárquico arrastre a todo el mundo a una recesión.

Ante estos indicadores inquietantes, al cirujano de hierro que ha hecho enfermar el comercio internacional sólo le queda refugiarse en el pensamiento mágico que inspira su ofensiva arancelaria. Frente a la práctica totalidad de los expertos (cuyo criterio siempre ha desdeñado el populista), que consideran la medida un disparate histórico, Trump garantiza que «los mercados van a ver un boom» y que EEUU «va a prosperar».

Y sin embargo, la reacción contra la política comercial de Trump se ha extendido en múltiples frentes.

Este fin de semana ha dejado la primera gran muestra callejera de protesta contra el republicano en su segundo mandato, con más de 1.000 manifestaciones por todo el país.

Además, el gobernador de California, el motor económico de EEUU, perseguirá una política comercial propia para dejar sin efecto las tasas, alegando que «los aranceles de Trump no representan a todos los estadounidenses».

Y la crítica no se limita al bando demócrata, sino que ya aparecen voces discordantes entre sus propias filas.

Los senadores republicanos Rand Paul y Ron Thilis han execrado públicamente el desvarío económico de la Casa Blanca, y han hecho cundir el miedo a que los candidatos repúblicanos puedan ser castigados en las elecciones de medio mandato del próximo año.

El senador Ted Cruz también se ha desmarcado de los aranceles, confiando en que «no duren mucho y que sirvan como estrategia de negociación».

Elon Musk, miembro de la Administración Trump (y que ya suena como nominado a la destitución), ha dicho esperar que Europa y EEUU acuerden pronto «una zona de libre comercio» con «tarifas cero».

Ante esta situación, cualquier líder mínimamente sensible se habría prestado, al menos, a reevaluar o a matizar su postura. En cambio, su reacción ha sido clamar que «mis políticas nunca van a cambiar». Lo que delata que Trump se ha puesto a la defensiva tras haber suscitado el mayor rechazo global a una decisión política que se recuerda en tiempos recientes.

De la misma forma que brotó una insurgencia contra la pretensión de Washington de desmantelar el orden internacional basado en reglas vigente desde la posguerra, es razonable que ahora se produzca también una resistencia a perder su correlato financiero: el orden de integración económica global surgido de Bretton Woods.

Lo inaudito, de hecho, es que sea EEUU, el país que más se ha beneficiado de la globalización, quien se afane por derogarlo, escudado en la mentira de «el mundo nos roba».

Trump, que quiere resucitar el mundo hostil de la competencia entre grandes poderes, cree que basta con la condición de primera potencia económica y militar de EEUU para forzar un cambio de régimen global al servicio del imperio americano.

Pero la historia ha censurado repetidamente el proteccionismo. Si Trump desconfía de los economistas, que escuche al menos las lecciones de su antecesor en el cargo y correligionario, Ronald Reagan.

El republicano admitió que imponer aranceles parece la solución patriótica para proteger los productos y los empleos americanos, y reconoció que puede funcionar durante un breve periodo de tiempo. Pero recordó lo que prueba la experiencia: el resultado será un sector industrial más dependiente del Estado, menos competitivo e innovador y peor pertrechado para competir en el mercado global.