- El comportamiento de Rusia y de Estados Unidos está provocando la voladura de los diques de contención diplomáticos y jurídicos que tanto costó erigir
Podemos discutir si fue sensata la incorporación de estados de la Europa Oriental a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica, si debíamos o no haber extendido un mecanismo disuasorio que contuviera el histórico expansionismo ruso sobre estas tierras, pero de lo que no cabe duda es de que Ucrania cometió un error crítico cuando confió en las garantías de seguridad que Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña le dieron a cambio de que entregara a la primera sus capacidades nucleares militares y firmara el Tratado de No Proliferación Nuclear. Rusia no sólo no lo respetó, sino que desde 2014 lleva realizando incursiones militares sobre su territorio de soberanía y seccionando partes de él. Estados Unidos le animó a resistir las presiones que desde Moscú se ejercían para que renunciara a sus objetivos y se plegara a sus intereses, le ayudó a contener las embestidas rusas, pero asumió desde el principio que no sería posible recuperar la plena soberanía. Ahora, con Trump en la Casa Blanca, queda muy poco del compromiso suscrito en el Memorándum de Budapest. Estados Unidos ha hecho suyos algunos de los argumentos rusos, exige quedarse con parte de las materias primas ucranianas y, sobre todo, ha subordinado su posición a un acuerdo global con Moscú. Trump ha hecho una apuesta muy arriesgada que nos puede salir a todos muy cara.
El arma nuclear juega un papel fundamental en el ejercicio de la disuasión, más aún cuando la otra parte dispone de ella. Sadam Hussein comprendió que la necesitaba cuando decidió ejercer un papel hegemónico en la región. Intentó desarrollar un programa nuclear, felizmente arruinado por la intervención militar israelí. Tanto norteamericanos como europeos se escandalizaron en su momento y criticaron duramente al Gobierno de Tel Aviv por aquello para, pasado un tiempo, reconocer el acierto de dicha operación. Si un Estado quiere actuar cuestionando los intereses y la soberanía de otros, si quiere romper la baraja del orden establecido, necesita el escudo protector que le aporta la disuasión nuclear.
Este es hoy el caso de Irán, donde el régimen de los ayatolás lleva décadas tratando de imponer un área de influencia persa, chií e islamista en la región. Sus dirigentes quieren garantizar su propio régimen y sienten la necesidad de desestabilizar los de sus vecinos, tanto por seguridad propia como para alcanzar los objetivos globales implícitos en su credo revolucionario. La historia les ha enseñado que asumen un riesgo muy elevado jugando tan fuerte, sobre todo cuando están sometidos a un régimen de sanciones tan duro que su economía, potencialmente muy rica, sobrevive con dificultad, condenando a la ciudadanía a unas condiciones lamentables. Estados Unidos, Israel y los estados árabes vecinos temen las consecuencias regionales de su acceso a la condición de miembro del club nuclear. El Gobierno de Netanyahu está convencido de que es el momento apropiado para rematar la operación. Si en el último ataque quedaron gravemente dañadas sus capacidades antiaéreas y parte de su industria militar, habría que aprovechar esta ventana de vulnerabilidad. La Administración Trump, consciente de lo que supondría la conversión de Irán en potencia nuclear, está dispuesta a impedirlo. Trata de activar una vía de negociación directa, pero mientras tanto ha desplazado a dos grupos aeronavales a la zona, complementando el despliegue permanente en la región. El tiempo corre para ambas partes. Las posibilidades de que los dirigentes iraníes se plieguen a la exigencia norteamericana de que renuncien a su programa nuclear son escasas, por lo que el riesgo de la acción militar, con imprevisibles efectos regionales, es alto.
Distintos miembros de la Administración de Estados Unidos, comenzando por su propio presidente, han cuestionado la vigencia del acuerdo original que dio sentido a la Alianza Atlántica. Europa ha dejado de ser un «protectorado» norteamericano y las dudas sobre la vigencia de su paraguas nuclear crecen día a día. No podemos sorprendernos de que la ansiedad cunda por doquier, pero especialmente entre los vecinos de Rusia. Trump juega muy fuerte y no está claro que sea plenamente consciente de las implicaciones de sus actos. Hay un vínculo íntimo entre influencia y garantía de seguridad, tanto en el área del Atlántico como en las del Índico o el Pacífico. En estados tan distantes como Polonia, Alemania, Corea del Sur o Japón se debate, con más o menos publicidad, la conveniencia de abandonar el régimen de no proliferación y dotarse de armamento nuclear como garantía última de seguridad. Estos debates tienen sentido, pues se sienten amenazados por potencias nucleares y toman nota de la pérdida de la protección de Estados Unidos. En junio se celebrará en La Haya la próxima Cumbre Atlántica y lo que allí ocurra, y puede pasar de todo, tendrá importantes efectos sobre el futuro de Europa.
Durante décadas hemos tenido muy claro que la proliferación nuclear era un riesgo para el conjunto del planeta, sobre todo entre actores irresponsables. El comportamiento de Rusia y de Estados Unidos está provocando la voladura de los diques de contención diplomáticos y jurídicos que tanto costó erigir. Tan cierto es que esos estados necesitan de esa disuasión como que su proliferación no nos dará más seguridad.