Juan Carlos Girauta-El Debate
  • En su clásico Vigilar y castigar, Michel Foucault destaca del soldado, del soldado ideal, la docilidad. No conoció esta era estúpida en la que lo reclaman para sí quienes no lo han entendido, lo condenan los que juzgan al hombre en vez de juzgar su obra, y lo ignora la mayoría

En su clásico Vigilar y castigar, Michel Foucault destaca del soldado, del soldado ideal, la docilidad. Admitamos que no es el rasgo primero con que lo dibujaría la mayoría. Me queda lejos la lectura de la obra, pero en cuanto acabe esta columna la voy a rescatar del anaquel donde duerme. Creo que el espíritu de los tiempos aconseja regresar a las reflexiones de un filósofo tan denostado como influyente. En todo caso, el autor más relevante en la construcción de una visión del mundo; la que, borrosa, impera hoy. La visión que ha inclinado hacia el victimismo por defecto a cuantos han pasado por la universidad. De todo esto, por cierto, no es responsable el minucioso y torturado erudito Foucault sino, como me descubrió Gabriel Albiac, una especie de espejo deformante: la obra de un puñado de autores franceses, o francófonos, habría llegado a la academia estadounidense para ser ridículamente malinterpretada, reflejándose a partir de ahí sobre la academia europea y alcanzado a generaciones de estudiantes en versión simplificada, roma, huera, falsa.

Estoy convencido de que, en este tiempo, Foucault es más que conveniente: es necesario. ¿Supone para alguien una mancha su condición de autor imperante en la izquierda, habiendo destronado a Sartre, a cuyas espaldas se encaramó? Es un problema soluble: eso, en todo caso, invitaría a conocerlo más que a ignorarlo. Luego hay otras manchas demasiado humanas. Pero, ¿acaso no debemos leer a Céline? ¿Prohibido disfrutar de Picasso? Sus relaciones con menores o su apoyo a la fatídica revolución de Jomeini, que sigue dando sus frutos envenenados, harán infame a la persona de Michel, pero siguen sin amparar el voluntario desconocimiento de la obra de Foucault.

En una memorable página, Roger Scruton recuerda los últimos días del filósofo, víctima del sida, acogido a todo aquello que había retratado de manera brillante como estructuras de dominación, el hospital, unas monjas: «Se nos conmina a no dejarnos engañar y se nos induce a creer que no se puede hacer nada que no sea en beneficio del poder existente. Y, sin embargo, durante la última fase de su enfermedad […] ingresó en La Salpêtrière, un hospital que había sido un psiquiátrico para esos locos que tan maliciosamente había descrito en ‘Histoire de la folie’. Lo hizo para ocultarse de la mirada pública y recibir en sus últimos días de vida la compasión que necesitaba, pero que durante gran parte de su vida había rechazado como máscara del poder burgués».

En su clásico Vigilar y castigar, Michel Foucault destaca del soldado, del soldado ideal, la docilidad. No conoció esta era estúpida en la que lo reclaman para sí quienes no lo han entendido, lo condenan los que juzgan al hombre en vez de juzgar su obra, y lo ignora la mayoría. Pero, sacudidos los prejuicios, merece la pena recrearse en esta paradoja: todas las formas de sometimiento que vamos dando por buenas —soldados dóciles— toda esta renuncia a las libertades en Europa, se captan en sus justos términos leyendo al maldito.