- Un Zapatero que entendía que el concepto de nación era discutido y discutible, y un Sánchez que, a juicio de su actual portavoz parlamentario, Patxi López, no tenía ni repajolera idea de lo que era una nación, tienen claro, sin embargo, que Cataluña lo es
Cuando en noviembre de 2023 se registró el imprevisto retorno del exprimer ministro británico Cameron al asumir la cartera de Exteriores con Rishi Sunak, luego de dimitir tras salirle el tiro por la culata de su consulta idiota sobre el Brexit, los mentideros de la Villa y Corte alimentaron la especie de que Pedro Sánchez podría promover también al expresidente Zapatero como jefe de la diplomacia dada su creciente anuencia y el desempeño oficioso de funciones ministeriales. Pero tales especulaciones carecían de sentido conociendo mínimamente a ambos.
No en vano, un perverso ególatra como Sánchez no permitiría otro cocodrilo en el meandro y que se visualizara una bicefalia presidencial por mucho que hubieran confluido sus trayectorias. De un parte, Sánchez había deambulado de requerir la aplicación del artículo 155 de la Constitución contra el golpe separatista en Cataluña a asociarse con los sediciosos para arribar a la Moncloa; de otra, Zapatero había colocado esa bomba de espoleta retardada al vindicar que aceptaría cualquier estatuto proveniente de Cataluña con la idea de recabar aliados contra Aznar.
Pero es que, además, un murciélago como el noctívago Zapatero necesita —como patentizó antaño con ETA y hogaño con el golpismo catalán— de la oscuridad para maniobrar y preservar sus maléficas aptitudes de príncipe de las tinieblas que perdería si la luz del sol ilumina su macilento rostro. Además, si Sánchez le otorgara carta de oficialidad a su celestineo, Zapatero tendría que responder de sus enjuagues non sanctos ante las Cortes. Tapado, puede ejercer de válido de Sánchez con faldas y a lo loco, amén de llenar su bolsa de comisionista. Ora como intermediario de la ruptura de la integridad nacional, ora como muñidor del giro copernicano de una diplomacia sanchista que se aleja de las democracias occidentales para acercarse a las dictaduras comunistas bajo la égida de Pekín. En suma, tener influencia sin responsabilidad y sin dar más explicaciones que a Sánchez. Pasma la inopia de la oposición y que no tome cartas en el asunto propiciando que el vicio aparente virtud.
Bajo esa anomalía, la política española discurre sumergida por las alcantarillas sin que la opinión pública sepa lo que fluye bajo sus pies y sin que el Parlamento fiscalice al Ejecutivo que lo relega a mera escribanía que toma nota de lo que acuerdan extramuros de España y de sus instituciones un comisionado del Gobierno sin nombramiento habilitante para ello con un prófugo en presencia de un mediador salvadoreño especialista en movimientos guerrilleros. Toda una degradación y un desprecio al Estado de derecho sustanciado en una Constitución de la que, a su vez, hace de su capa un sayo un presidente del Tribunal Constitucional como Conde-Pumpido que lo utiliza como burladero de su impunidad y de quienes le auparon a su silla gestatoria para desmontar el régimen constitucional desandando lo hecho por Torcuato Fernández-Miranda con las leyes franquistas para transitar de la dictadura a la democracia «de la ley a la ley».
Aprovechando el «trumpazo» arancelario del presidente norteamericano, como obró en el COVID, Sánchez usa a Zapatero para, volando bajo el radar, colar de matute un referéndum que contente a Puigdemont, al que ya Conde-Pumpido le anuncia su amnistía, y armar un frente renovado de la Alianza Frankenstein para ir a las urnas enarbolando un proceso constituyente como en Latinoamérica, cuyo libreto domina Zapatero, adalid del «Grupo de Puebla» y de los países Brics, donde Trump ya enroló a Sánchez nada más sentarse en el Despacho Oval.
Como primer jalón, un Zapatero que entendía que el concepto de nación era discutido y discutible, y un Sánchez que, a juicio de su actual portavoz parlamentario, Patxi López, no tenía ni repajolera idea de lo que era una nación, tienen claro, sin embargo, que Cataluña lo es, por lo que hay que dispensarle «identidad nacional», según sentenció el expresidente el domingo en «La Vanguardia». Con tal dote, se franquea un referéndum de autodeterminación que se presentaría como deliberante, pero que sería decisorio si es favorable al soberanismo y, caso de no serlo, quedaría a expensas de otra cita hasta que salga lo apetecido.
De esta guisa, como con la derrota policial y política de ETA, se premiaría la tentativa separatista de 2017 por un PSOE en manos de dos personajes sin escrúpulos y cortados por el mismo patrón. Si Zapatero catalogó como «hombre de paz» al etarra Otegui, hoy se vanagloria de haber «cuajado algo más que una relación de confianza» con el fugitivo del capó con quien Sánchez está a la espera de retratarse, luego de comprometerse a traerlo a España para entregárselo a la Justicia, porque, como señala Zapatero, «no hay que menospreciar a Puigdemont», pero sí a los españoles.
En su día, no se le dio importancia debida a la Declaración de Barcelona del PSOE y del PSC del 14 de julio de 2017, clave en el apoyo a Sánchez por el socialismo catalán, donde se apostaba por una España plurinacional. Tal proclama era una adaptación, al cabo de 30 años, de aquella otra que, con igual título, rubricaron los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos en 1998 en defensa de ese Estado plurinacional. A modo de tributo, Sánchez le agradecía al PSC su ayuda para regresar al mando del PSOE en 2017 tras su defenestración por los barones territoriales.
Paso a paso, el PSC ha deglutido al PSOE. Así, González se refería a la «España diversa», consciente de que el pluralismo tiene que ver con las ideas y no con las identidades; pasando luego Zapatero a la «España plural» y Sánchez a la «España plurinacional». No hace falta leer a Richelieu para saber que un buen político es aquel que sabe cuándo abandonar los principios y que, si para conservar el poder, hay que definir España como Estado plurinacional, aun a costa de destrozar la Historia y la nación, se hace. Como anotó el escritor francés Éric Vuillard en «El orden del día», premio Goncourt 2017, las mayores catástrofes se anuncian, a menudo, paso a paso. «Nunca se cae dos veces en el mismo abismo —concluye Vuillard—, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror».