- La inversión económica —descomunal— que los Estados Unidos habían hecho sobre la Europa occidental se reveló altamente rentable. Es la doble dinámica del miedo y la esperanza, sobre la cual Maquiavelo y Spinoza asentaron las bases de la política moderna
Europa atravesó, entre 1948 y 1989, el período más suntuoso de su historia. No era un azar. En 1948 comenzaba la Guerra Fría entre los dos grandes aliados de la Segunda Guerra Mundial. En 1989, uno de los dos contendientes se desmoronaba: en Berlín caía el muro. Tres años más tarde, la URSS desaparecía. Son los últimos ecos de aquella larga anomalía de medio siglo los que se cierran ahora. Sin posible marcha atrás: la historia nunca vuelve al punto de partida; nada, nunca, vuelve a ser lo que fue: los días de vino y rosas no retornan. Más vale tomar nota lúcida del nuevo tiempo. O bien naufragar en la inane melancolía.
No fueron una cesión graciosa, aquellos años de esplendor europeo. Los Estados Unidos necesitaban una barrera funcional frente la amenaza soviética, que se abría en vísperas de los años cincuenta sobre dos frentes.
Exterior, uno: la absorción militar por la URSS de buena parte de la Centroeuropa con ella fronteriza: Polonia, Checoslovaquia, Hungría, media Alemania. Más Rumanía, Bulgaria y el proyecto de salida al Mediterráneo que quedó frustrado tras los cuatro años de guerra civil en Grecia.
El segundo frente, era interior: un dispositivo, heredado de la vieja Komintern, mutada en Kominform a partir de 1947, que hacía de los partidos comunistas europeos secciones bien disciplinadas de los servicios de inteligencia estalinianos. Basta revisar los resultados electorales de esos partidos en Francia e Italia, para medir hasta qué punto la situación era delicada.
El muro de contención que se trazó entonces era, en primera instancia, militar: la OTAN como fuerza disuasiva de cualquier tentación armada. Pero fue también un muro de contrastes imaginarios. A la harapienta condición material de los ciudadanos bajo control ruso, fueron opuestas las imágenes de una Europa occidental que nadaba en la opulencia: en algunos aspectos sociales, muy por encima de la propia sociedad estadounidense. A partir de los años sesenta y, sobre todo, de los setenta, las imágenes que llegaban a los países devastados por la dictadura rusa, generaban un anhelo de huida que acabaría por culminar en 1989. La Guerra Fría se ganó, en buena parte, sin disparar un tiro —al menos sobre el viejo continente—; en una desbocada fuga de la escasez hacia horizontes que se veían opulentos. La inversión económica —descomunal— que los Estados Unidos habían hecho sobre la Europa occidental se reveló altamente rentable. Es la doble dinámica del miedo y la esperanza, sobre la cual Maquiavelo y Spinoza asentaron las bases de la política moderna.
Pero en 1992, la URSS se autodisolvió. Y la máquina de guerra escénica dejó así de ser rentable.
No, no fue Trump el primero en alzar constancia de eso. Todas las administraciones norteamericanas, después de Reagan, han venido planteándose la escasa rentabilidad de los privilegios concedidos a los aliados europeos. Y concluyendo que el espacio al cual desplazar la atención se articulaba en torno al Pacífico y al mar de China, epicentro de los intereses económicos para el nuevo siglo.
Son sus modos de patán carente de matices los que diferencian el actuar de Trump del que venían apuntando sus predecesores. Y esa ausencia de matices tiene, está teniendo ya, y la cosa irá a más, efectos catastróficos sobre la economía mundial. Pero nadie en el horizonte político norteamericano –ni republicano ni demócrata– va a dar marcha atrás a esta entrada elefantiásica en la cacharrería económica mundial. Y a Europa sólo le queda el horizonte de reinventarse. En condiciones de una austeridad desconocida en los últimos tres cuartos de siglo. Es eso o perecer. Pero no, esta vez nadie va a venir desde los Estados Unidos a salvar al continente. Más vale que lo entendamos. Los días de vino y rosas no volverán ya nunca.