Antonio Elorza-El Correo
- Orden y represión reinan en Turquía. Vista como próxima hace dos décadas, la conciliación de religiosidad musulmana y democracia se ha desvanecido
A finales de marzo, Ekrem Imamoglu, alcalde kemalista de Estambul, fue procesado por supuesta corrupción y llevado a una cárcel de máxima seguridad, con una cuarentena de sus colaboradores y seguidores. Culminando una serie de medidas arbitrarias contra Imamoglu, el presidente Erdogan franquea así la última línea roja en el tránsito de un régimen autoritario, pero competitivo, abierto aún a ser cambiado por las urnas, a una autocracia electoral, a una dictadura. Tayyip Erdogan, ‘el Reis’ (jefe), ha decidido eliminar a todo candidato y someter a toda fuerza política que amenace su poder. No otro sentido tiene acabar con Imamoglu, que le aventajaba en las preferencias populares de cara a las futuras presidenciales. En las pasadas, de mayo de 2023, pasó un buen susto al imponerse en la segunda vuelta al gris candidato kemalista, Kiliçdaroglu, por 52% a 48%. No estaba dispuesto a correr de nuevo ese riesgo.
La significación negativa del golpe dado a la democracia es aún mayor si pensamos en las esperanzas iniciales que suscitó entre 2003 y 2008 la primera fase de gobierno de Erdogan y de su partido islamista, el AKP. Muchos demócratas saludaron su supervivencia frente al doble cerco impuesto por militares y jueces que en defensa del Estado laico estuvieron a punto de deponerle. Frente a ello, soportando con paciencia la presión, Erdogan parecía poner de una vez el reloj turco en hora, al conjugar fe islámica y democracia, y alejar el espectro de la intervención militar. En su proyecto era apreciable la confluencia del apoyo financiero saudí con innovadoras tácticas de formación de elites e infiltración en el Estado (ejemplo: la organización Hizmet, de su futuro enemigo mortal Fetulá Gülen, versión islámica del Opus Dei).
Sin embargo, desde sus días como alcalde islamista de Estambul, a fines del pasado siglo, el objetivo era claro: un Estado islámico, alcanzable fundiendo firmeza y cautela. Era su base una concepción militante, islamista y nacionalista turca: «Las mezquitas serán nuestros cuarteles, sus cúpulas nuestros cascos, sus alminares nuestras bayonetas y los creyentes nuestros soldados». Fueron los versos de Ziya Gökalp, citados en un mitin, que le llevaron a la cárcel en 1997. Una vez pasado el mal trago de 2008, llegó la hora de sentar las bases del poder islamista, depurando judicatura y ejército, integrando los asuntos religiosos en la acción de Estado y creando un sistema paralelo de enseñanza religiosa, las ‘imam hatip’. Paralelamente, tenía lugar la ocupación por el Estado de los principales medios de comunicación. En el vértice, el sistema parlamentario fue sustituido con un presidencialismo encabezado por él. Su nuevo palacio, en forma de gran E, respondía a un culto a la personalidad autopropulsado.
El aplastamiento del confuso golpe militar fallido de 2016 impulsó un paso más en dirección al autoritarismo, desde una fuerte represión, con el terrorismo kurdo como pretexto. La respuesta social fue notable, pero siempre con el freno, que ya actuaba en el siglo XX, de que el kemalismo político nunca pasaba de fuerza minoritaria, con el 25% o 30% de votos, centrado en bastiones urbanos y en la periferia marítima. La mayoría del país interior era musulmana, mientras la existencia del problema y del terrorismo kurdo legitimaba la vocación represiva de Erdogan.
En el plano simbólico, la ‘mezquitización’ de Santa Sofía y de las basílicas bizantinas, con la ocultación de sus mosaicos, demostraba que el kemalismo había muerto y que la islamización no admitía compromisos. Entretanto, Zapatero había jugado un papel de los suyos, avalando la actitud religiosa de Erdogan, como copresidente de la fantasmagórica Alianza de Civilizaciones. Ante dislates tales como la ocultación del cristianismo y su arte de Santa Sofía o el hecho de albergar en Turquía al centro directivo de Hamás, Zapatero, inmutable.
En política internacional, como ideología de fondo, frente a Grecia y Armenia, Turquía pasó a esgrimir un neootomanismo de inspiración casi mágica -el turanismo-, próximo a las especulaciones que en Rusia apoyan al nacionalismo agresivo de Putin (por lo demás, buen amigo de Erdogan como Trump). Todo acorde con el camino cuya meta es una dictadura de impronta religiosa, que ‘el Reis’ ha tomado resueltamente.
Para evitar esa deriva, el único obstáculo podía proceder de una derrota electoral, esperada en 2023 a pesar del empleo masivo a favor del Gobierno de los recursos y medios del Estado. Sin excluir la amenaza: la victoria de la oposición habría supuesto «un golpe de Estado» (ministro del Interior). Frente a tal ambiente coactivo, el descontento social por una política económica inflacionista, perjudicial para el nivel de vida de la población, hizo plausible ese cambio. Ahora Erdogan ha tomado las disposiciones pertinentes como dictador para que eso no se repita. Orden y represión reinan en Turquía. Vista como próxima hace dos décadas, la conciliación de religiosidad islámica y régimen democrático se ha desvanecido.