Carmen Martínez Castro-El Debate
  • Un Estado no se puede gobernar como una empresa privada y quien diga lo contrario o no sabe de empresa o no sabe lo que es un Estado. Elon Musk probablemente ya se ha enterado, no está claro que Trump también lo haya hecho

En medio de la zapatiesta organizada esta semana en los mercados con este festival de aranceles de quita y pon, pérdidas millonarias, histeria en los inversores y desquiciamiento general hay un hecho político muy significativo: la rutilante estrella de Elon Musk se ha fundido a negro. Ya no le vemos paseando encantado por los pasillos de la Casa Blanca ni su niño ha vuelto a hurgarse la nariz en el Despacho Oval. Un día de estos acabará llamando «saco de ladrillos» al propio Trump al igual que ha hecho con Peter Navarro y asistiremos al final abrupto de uno de los romances políticos más pintorescos de nuestro tiempo. Que esa pareja de egocéntricos iba a acabar mal estaba cantado, pero la ruptura va mucho más allá de la manida incompatibilidad de caracteres que se argumenta en los divorcios de campanillas. El desencanto de Elon Musk es un hecho político y refleja en buena medida lo que pueden estar pensando ahora millones de votantes de Trump en EE.UU.

Musk tenía probablemente el único encargo razonable de las políticas económicas de Trump, que era reducir el gasto federal. Con un déficit público superior al 7 % es imprescindible recortar el gasto y a ello se dedicó con su programa DOGE. Pero a pesar de sus formas radicales y de sus excesos, el supermagnate tecnológico se encontró enfrentado a los límites de la realidad como cualquiera de los denostados políticos de todo el mundo; los secretarios de Estado a los que recortó el presupuesto pusieron el grito en el cielo, los funcionarios se movilizaron, los jueces tomaron cartas en el asunto y Musk vio como su ambicioso plan acabó convertido en un melancólico ejercicio de impotencia. Un Estado no se puede gobernar como una empresa privada y quien diga lo contrario o no sabe de empresa o no sabe lo que es un Estado. Elon Musk probablemente ya se ha enterado, no está claro que Trump también lo haya hecho.

Además, sus compañías comenzaron a sufrir las consecuencias de su posicionamiento político. Tesla fue la gran damnificada con decenas de coches y concesionarios víctimas de ataques vandálicos mientras las ventas caían en picado en todo el mundo. Probablemente en ese momento Elon Musk debió empezar a rumiar para sus adentros si su entusiasta desembarco en el ingrato mundo de la política no había sido una pésima idea, pero nada de eso era comparable a la sangría económica que sufrió esta semana. Las ocurrencias arancelarias de su amigo Donald le provocaron en un día una avería de 600 millones en la cotización de Tesla y más de ciento treinta en su fortuna particular. Eso duele y mucho, aunque uno sea obscenamente rico.

Miles de empresarios americanos se encuentran en la misma situación que Elon Musk con sus negocios reventados por los aranceles chinos y millones de consumidores, que no son multimillonarios como el magnate, también van a sufrir las consecuencias de esta guerra comercial. Elon Musk y su legítimo cabreo han devenido de forma insospechada en el mejor ejemplo práctico de las nefastas consecuencias del populismo y la frivolidad política en la vida real de la gente. Cuando acaba el show de los payasos en la política, el público descubre que es mucho más pobre de lo que era antes de que comenzara el espectáculo. A Elon Musk le ha costado miles de millones de dólares dejar de hacer el payaso para empezar a comportarse como un adulto.