Manfred Nolte-El Correo

  • El magnate ha dejado claro sus propósitos: equilibrar los déficits comerciales y restituir en EE UU las cadenas de suministros

El periodista estadounidense John Reed, en su libro ‘Diez días que estremecieron al mundo’ (1919), narra con el tono indubitado del testigo directo los hechos ocurridos en Rusia durante la revolución de octubre de 1917, cuando los bolcheviques auparon al poder a Vladímir Ilich Lenin, derrocando al gobierno provisional ruso. El relato se convirtió en la obra emblemática del periodismo político y revolucionario del siglo XX.

Muy probablemente la historia recordará que 106 años después Donald Trump hizo estremecerse al planeta al declarar una guerra comercial sin precedentes, sustentada en la fuerza del poder o, si se quiere, en el poder de la fuerza. Pero, donde la revolución bolchevique necesitó diez días, la de Trump se produjo en uno. Alzando las tablas de la nueva ley -la de los llamados ‘aranceles recíprocos’ universales-, un nuevo Moisés imperturbable y endiosado amenazó con reducir al sistema mundial de comercio a la nada, desatando el fantasma de la recesión.

Los medios no hablan de otra cosa y los ojos del mundo miran a EE UU y a un autócrata de cuya rúbrica en un próximo decreto gubernamental puede depender que la economía siga siendo un sistema con reglas, imperfecto pero comprensible. Con sus defectos, pero al fin y al cabo un mundo con reglas.

Tras la errática sucesión de amenazas y desmentidos, el magnate ha dejado claros dos propósitos prioritarios de su voluntad soberana: equilibrar los déficits comerciales contraídos con el resto del mundo y apremiar a los establecimientos estadounidenses afincados a lo largo del planeta a que regresen a suelo americano (‘reshoring’), proporcionando así más y mejores empleos.

Toca aquí juzgar la viabilidad de una restitución a tierra americana de las cadenas de suministros de su propiedad diseminadas por todo el planeta.

Adelantando las conclusiones, dicha repatriación es un espejismo. La globalización ha creado redes de suministro profundamente integradas y eficientes, que no se desmontan por decreto sin provocar graves dislocaciones. La producción deslocalizada no es solo más barata, sino que permite acceder a competencias técnicas, mercados regionales y economías de escala imposibles de replicar en el territorio nacional. Algunas empresas estadounidenses han advertido que el retorno masivo es inviable, y no por falta de voluntad patriótica, sino por razones económicas comprobadas.

Incluso si se diera el supuesto de apostar por la sustitución y regreso al suelo patrio, la búsqueda de terrenos, el diseño y la construcción de una fábrica, junto con la solicitud y tramitación de permisos y el pedido y acopio de equipos de fabricación implicarían años de demora.

No puede obviarse una mención a la asimetría competitiva. Mientras Apple, por ejemplo, se vería empujada a levantar una costosa alternativa nacional, su competidora Samsung seguiría operando sin trabas desde su entramado internacional. Apple debería correr, durante años, con el elevado coste de mantener dos estructuras productivas en paralelo. Castigo inmerecido para el gigante de la manzana que ya ha prometido a Trump, junto con Johnson & Johnson y Diageo, inversiones en EE.UU. por valor cercano a los dos billones de dólares -con ‘b’-.

Tampoco es seguro que los empleos creados fuesen significativos. La nueva producción estaría robotizada incorporando las últimas novedades de la inteligencia artificial, siempre intensiva de capital, antes que de trabajo.

En el fondo el plan choca con la lógica del comercio global que EE UU ayudó a construir. Trump pretende desconectarse selectivamente del mundo sin asumir los costes. Busca protección para sus empresas, sin represalias. Reclama soberanía comercial, sin renunciar al liderazgo global.

Se trata, en definitiva, de un salto al vacío económico, basado más en impulsos ideológicos que en diagnósticos rigurosos. Un camino hacia una autarquía imposible, guiada por la nostalgia de una América que ya no existe ni se repetirá. En el intento, puede llevarse por delante buena parte del andamiaje del comercio mundial, destruyendo las instituciones internacionales y alimentando una espiral de fragmentación que nadie sabrá cómo frenar.