Ignacio Camacho-ABC

  • El compromiso con la escritura hizo de Vargas Llosa un Flaubert contemporáneo con la proyección universal de un clásico

Tenía Vargas Llosa un halo de triunfador mezclado con una patente vocación de ‘celebrity’, para disgusto de esos intelectuales que piensan que un escritor debe ser un tipo huraño, peleado con el mundo, introvertido e intratable. Nunca ocultó que ese disfrute del éxito y del ‘star system’ era una forma de revancha contra los recelos de su padre, un hombre autoritario que trató de estrangular sus aspiraciones literarias enviándolo a un colegio de militares sin conseguir otra cosa que proporcionarle los materiales de la novela que le sirvió para consagrarse. Una tarde, en un hotelito de París, se leyó de un tirón un ejemplar de ‘Madame Bovary’ comprado en un saldo, y como poseído de un hechizo mágico decidió convertirse en un Flaubert contemporáneo. Lo logró: su dedicación torrencial a la escritura lo alzó como el último de los grandes autores hispánicos, un gigante legendario cuya producción avasalladora alcanzó la proyección universal de un clásico.

Simpatizante inicial del castrismo como toda su generación –«mi fe en la revolución se renueva cada mañana», dijo en una conferencia en la Universidad de Sevilla en los años setenta–, se desengañó pronto para evolucionar hacia un pensamiento primero socialdemócrata y luego liberal, muy crítico con la deriva populista de la izquierda posmoderna. Convencido del compromiso sartreano, participó en política como candidato en su país y salió escaldado de la experiencia, pero siempre estuvo disponible para involucrar su prestigio en el activismo en defensa de cualquier causa que enarbolase la libertad como bandera. Nadie que haya leído sus libros puede endilgarle la etiqueta de conservador sin caer en la intransigencia maniquea; su vida ha sido una apología apasionada de la tolerancia, de la concordia civil, y de la sociedad abierta, y su obra constituye un categórico alegato contra la asfixia moral de las dictaduras de Latinoamérica.

Durante un tiempo, antes de su popularidad de colorín, era frecuente verlo sentado en algún café de Madrid escribiendo a mano. Le gustaban, como a Somerset Maugham, las grandes capitales, la vida social, los viajes suntuosos y los zapatos caros, pero al mismo tiempo era capaz de pisar escenarios conflictivos para documentar ficciones y ensayos o para reivindicar los derechos humanos. Era un novelista obsesionado por la estructura de sus relatos, dueño de un español rico, limpio y claro que brillaba tanto en su pluma como en la dicción de dulce acento peruano. Sus romances crepusculares lo transformaron en un personaje de lo que él mismo llamó la civilización del espectáculo, pero supo sobrellevar el escrutinio del periodismo rosa sin alterar su asombroso ritmo de trabajo. La literatura le ha permitido morirse bien vivido, bien escrito y bien amado. Y con un Nobel por si algún crítico dogmático siente la mezquina tentación de excluirlo del canon.