Antonio R. Naranjo-El debate
  • Los llantos de Pilar Alegría por cuatro majaderos clandestinos obliga a señalar quién practica de verdad la violencia institucional

Pilar Alegría tiene razón cuando denuncia las barbaridades que le dicen en las redes sociales, esa cantina de carretera que cobija, al fondo, en las barras más desgastadas, a oriundos de las peores pocilgas, siempre escondidos con un nombre falso y una foto ajena. Pero también tiene fácil remedio: no leerlo y darle la importancia justa.

No reproduzco aquí lo que uno mismo recibe cada día en cada una de esas plataformas del demonio, pero digamos que no lo firmaría Quevedo para Góngora: «Tu nariz se ha juntado con el os y ya tu lengua pañizuelo es; sonaba a lira, suena a moco y tos».

Elevar a categoría la anécdota marginal para, desde ahí, convertir toda crítica razonada y toda pregunta preceptiva en un ataque execrable, es la burda estrategia de quien, en realidad, no sabe cómo explicarse y lanza una bomba de humo para escapar de la escena del crimen, que en este caso puede ser un Parador en Teruel y en tantos otros una esposa imputada, un hermano enchufado y una retahíla de escándalos sincronizados que incluye dinero, prostitutas, apaños y presuntos delitos concertados desde el Gobierno, a añadir a la ristra de concesiones inconstitucionales para arrendarle la Presidencia a los enemigos de España y compensar así la falta de votos propios.

Lo que Alegría debe hacer es dar una versión razonable de la presencia de infinitos cargos del PSOE, incluida ella, en un hotel de lujo con una excusa institucional menor, en plena pandemia, y aclarar qué vio y qué no vio de las presuntas andanzas de Ábalos, que llueve sobre mojado: el desmentido de Paradores sobre los destrozos ocasionados en una lúgubre habitación, firmada por una exministra recolocada en tan confortable destino, no descarta la existencia de una fiesta, y la ausencia de una intervención policial no aclara nada. Para eso hay que llamarla.

Pero más allá de que sea o no cierto todo el mundo se ha creído la orgía, quizá porque de otras similares hay huella incontestable y Jessica o Miss Asturias aspiran ya a palabra del año para la RAE, queda para la posteridad el cinismo de una ministra portavoz que parece Jorge Javier presentando su programa diario.

Porque es la misma que quitó importancia al calificativo que Óscar Puente dio de la pareja de Ayuso, el «testaferro con derecho a roce», y tampoco se le recuerda ni a ella ni a nadie de su espectro saltar como un resorte cuando Pablo Iglesias ofreció su despacho a un diputado para intimar con Andrea Levy, ni cuando en sede oficial se ha calificado a la presidenta de la Comunidad de Madrid de loca, de asesina y de tantos otros descalificativos ad hominem parecidos a los que tantas otras mujeres del centro y la derecha han soportado durante años.

Que se lo digan a Ana Botella, a Cristina Cifuentes, a Esperanza Aguirre, a Begoña Villacís, a Rocío Monasterio o a Inés Arrimadas, por no extendernos con una lista que superaría a la de los Reyes Godos.

No se trata de establecer un empate inexistente: la diferencia entre un mamarracho furtivo y faltón, al acecho en las penumbras tuiteras, y un cargo público perorando en sede oficial o en los medios de comunicación, es la misma que entre un quinqui de Matarón robando un bolso y el secretario de Organización del PSOE señalado en el Tribunal Supremo por encabezar una trama corrupta.

Lloriquear por los desagradables desprecios clandestinos de un don nadie, ciertamente repudiables, mientras se consagra el principio de que la violencia institucional contra los rivales es legítima, no solo produce sonrojo: además es una prueba de hasta qué punto Pedro Sánchez y sus feligreses están desesperados por lo que les viene encima gracias a la resistencia democrática del Tribunal Supremo, de la UCO y de esos pocos medios de comunicación acosados por el poder pero dispuestos a contar la verdad de esta tropa indecente.