Ignacio Camacho-ABC

  • El sustrato moral que une en Semana Santa a creyentes y escépticos es el consenso sobre la memoria compartida de un pueblo

Aquella noche que viniste a mi casa a vestirte de nazareno, para llegar más rápido al templo y cumplir con la regla del camino más recto, me explicaste sin necesidad de palabras la teoría de la Semana Santa como rito abierto, como fenómeno capaz de involucrar en un mismo empeño a creyentes, agnósticos, indecisos y escépticos. Tantas veces hemos hablado de eso: de la fe, de la duda, de la trascendencia, de la filosofía, del misterio, de la paz que sientes cuando el recogimiento de una iglesia en penumbra te invita a meditar en silencio y la grandeza de las bóvedas deja caer sobre tus hombros el peso del tiempo. Tu gesto serio al ponerte la túnica me expresó el sentimiento solemne que te latía por dentro cuando rezabas un padrenuestro con el resto de hermanos antes de recorrer la ciudad bajo el antifaz negro. Cuando saliste a la calle me quedé viendo desde lejos cómo el gentío te abría paso entre miradas de respeto. Los dos sabíamos que era tu forma de identificarte con la memoria de tu pueblo.

Ése es el verdadero secreto de la fiesta. Más allá del esplendor de las procesiones, del despliegue de arte y de belleza, del ejercicio penitencial, de la magnética atracción sensorial de la primavera. Más allá incluso de la devoción popular, del cumplimiento de las promesas, del escalofrío íntimo que atraviesa a la vez miles de médulas estremecidas por la potencia plástica de un Dios personificado en una imagen de madera. La clave está en el consenso sobre el sentido de una memoria compartida, un sustrato moral y espiritual que permite un multitudinario ejercicio de convivencia donde nadie pregunta a nadie por la profundidad de sus convicciones o la solidez de sus certezas. Si no es por fe será por piedad, y si no es por piedad será por tradición cultural o por sensibilidad estética. Por una inercia colectiva capaz de remover la conciencia de una comunidad cuyo concepto de la vida se refleja en el espejo de una emoción invencible, auténtica, inexplicable como un enigma, eterna como una leyenda.

Por eso sé que hoy volverás a dejar tu descreencia aparcada para volver a integrarte en ese cortejo de simbología cristiana que te transporta a las hondas, remotas raíces de tu infancia. Es tu forma de saldar la deuda con los seres queridos que te enseñaron a amar y te transmitieron la compleja grandeza de la condición humana. Pero ambos sabemos que se trata de algo más que esa punzada de nostalgia que el ayer irrecuperable te deja clavada en los pliegues del alma. Que no estás ahí sólo por el sosiego de una larga conversación contigo mismo bajo la hermosa luna de Pascua. Que ese relato de sacrificio y de perdón envuelto en una liturgia sagrada mueve en tu interior una fuerza más potente que la simple lealtad biográfica. Que donde la zozobra existencial se asoma al abismo metafísico de la nada aparece una rama de sujeción llamada esperanza.