Editorial-El Español

La indignación que ha despertado entre el independentismo la colocación de la bandera española, por parte de Salvador Illa, en la fachada de la residencia del presidente de la Generalitat atestigua que este gesto tiene una gran trascendencia simbólica en la paulatina restitución del Estado en Cataluña.

Carles Puigdemont ha protestado la decisión lamentando que el PSC «tiene una agenda desnacionalizadora galopante». Y ha reprochado que Illa predique el «reconocimiento nacional de Catalunya al mismo tiempo que fomenta la identidad nacional española en Cataluña».

En realidad, a lo que se refiere Puigdemont con «desnacionalizar» Cataluña es a la razonable enmienda de la política excluyente del nacionalismo, y a la devolución de la región a la senda constitucional.

Para desacreditar la tesis del presunto «españolismo» de Illa, basta con recordar que el independentismo hiperventiló cuando el nuevo president recuperó la bandera española en el interior del Palau de la Generalitat, en las dependencias del Govern. O que también ha cargado contra él por algo tan rompedor como usar el castellano ocasionalmente en el Parlament.

Hasta el punto de que los altavoces mediáticos nacionalistas consideran que el hecho de que los tribunales no permitan una inmersión lingüística absoluta supone una «persecución» del catalán. Incluso la natural interlocución entre el presidente de la Generalitat y el presidente del Gobierno, que se ha restablecido con Illa, la consideran los separatistas una traición.

Lo único que realmente constituye una anomalía es lo que ha puesto de manifiesto Impulso Ciudadano, la asociación constitucionalista que instó al Govern a recolocar la enseña española.

Su informe de 2024 arroja que en Cataluña se da un incumplimiento sistemático de la normativa sobre símbolos constitucionales y estatutarios, con sólo un 17% de los ayuntamientos catalanes exhibiendo las banderas de España y Cataluña sin emblemas independentistas. En un 80% de los consistorios catalanes no ondea la bandera de España.

El aumento de ayuntamientos gobernados por el PSC ha producido una mejora en el cumplimiento de la normativa sobre símbolos oficiales. De hecho, la victoria del PSC en las autonómicas y municipales ha supuesto, en general e incuestionablemente, una cierta recuperación de la normalidad institucional en Cataluña.

Illa nos ha reacostumbrado a escenas que nunca debieron llegar a ser insólitas, como la participación del president en la Conferencia de Presidentes junto al resto de las Comunidades Autónomas. También soliviantó al independentismo cuando acudió al desfile militar del Día de la Hispanidad (la primera vez de un president en catorce años) y a los actos por el Día de la Constitución.

Igualmente acreditativo del giro post-procesista de Cataluña es el restablecimiento de las relaciones del Govern con la Corona. Illa acudió por primera vez después de nueve años a la recepción con el Rey tras ser investido. Y también acompañó al monarca en los Premios Princesa de Asturias y en el último Mobile World Congress.

Y pocos ejemplos más sintomáticos de la recuperación de la seguridad jurídica y de la estabilidad política en Cataluña que el regreso a la región de compañías señeras como el Banco Sabadell, Cementos Molins o Criteria y La Fundación La Caixa.

Es cierto que, en el caso de la colocación de la bandera en la residencia presidencial, Illa se ha limitado a acatar el requerimiento formal del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.

Pero sus antecesores en el cargo se caracterizaron precisamente por ignorar e incumplir las sentencias de los tribunales. Entre ellas, la que obligaba a impartir un 25% de contenido lectivo en castellano. Y que el TSJC ha ratificado esta semana, al declarar nula la exclusión del castellano como lengua vehicular en la escuela de los planes educativos del anterior Govern de Aragonès, desenmascarando y desautorizando las tretas del nacionalismo para sortear la obligación de garantizar el bilingüismo.

Lo ideal habría sido, eso sí, que Illa hubiera obedecido el requerimiento del TSJC a la primera, en lugar de intentar antes el subterfugio de cumplir con la normativa colocando la bandera española en el tejado. Y, sobre todo, que no hubiera tenido que darse una orden judicial para algo tan elemental como que, allí donde haya una senyera, ondee también una insignia española.

La insubordinación de la Generalitat había llegado a tales niveles que el simple hecho de que el nuevo Govern acate las resoluciones de los tribunales supone ya un paso adelante. Pero la cacareada «normalización» de la que blasona Illa exige mucho más que cumplir con la legalidad a rastras de los tribunales.