Antonio R. Naranjo-El Debate
  • La agenda internacional de Sánchez no puede estar marcada por decisiones personales sin ninguna explicación que afectan a los intereses nacionales

Que en el mundo vive tiempos de profundos cambios es una evidencia: la guerra arancelaria es una prueba más de una disputa superior, con muchos escenarios, donde Estados Unidos y China se disputan la hegemonía para varios siglos, probablemente, con todo tipo de armas y frentes que parecen inconexos pero muy probablemente formen parte del mismo teatro, agravado por un profundo cambio de era en el que la democracia liberal no parece estar de moda, la tecnología promete milagros pero también pesadillas, el ser humano va a sufrir la competencia del robot y el carácter invasivo del poder camina por los senderos distópicos de Orwell.

Y en ese escenario geopolítico convulso, no parece además que la Unión Europea tenga un discurso claro, unos objetivos definidos y unos recursos disponibles, como demuestra la antagónica posición ante Washington de la primera ministra de Italia, Georgia Meloni, y del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez. Todo ello completado por la tibieza de Úrsula von der Leyen y la agenda propia de Francia, Alemania o el Reino Unido.

En ese complejo escenario es aún más importante que la política diplomática española sea un asunto de Estado, ajenos a los caprichos de nadie y ubicado en una agenda que traspasa los límites temporales de un Gobierno para, al margen de quien lo ostenta provisionalmente, atienda a los intereses estructurales de España: una posición de fiabilidad tarda décadas en lograrse, pero se puede perder en cinco minutos.

Y eso parece estar pasando con Sánchez, que confunde la dirección de la política internacional, reconocida en la Constitución, con el derecho a hacer y deshacer a su antojo sin dar ninguna explicación solvente a nadie. Son demasiados hitos ya en ese camino de unilateralismo opaco como para considerarlo una casualidad o un simple error.

Su inquina hacia Donald Trump coloca a España en una posición antipática para Estados Unidos, que es tanto como ponerse en la diana de la primera potencia mundial, con una falta de tacto improcedente: para sostener una postura firme en la guerra comercial arancelaria no es necesario personalizarla despectivamente, salvo que la intención sea bien distinta a la económica y enlace más con la proyección propia como líder de la alicaída Internacional Socialista: una buena pelea con América sería terrible para España, pero quizá muy oportuna para un populista ubicado entre el Grupo de Puebla y Pekín.

Tampoco hace falta saltarse a la Unión Europea y reconocer apresuradamente al Estado de Palestina. O viajar a China al margen de Bruselas para lanzar desde allí mensajes opuestos a la política consensuada en Europa, por ejemplo al respecto de la importación de coches eléctricos, en plena reconversión de un sector clave para la economía europea y particularmente española.

O, en esa misma línea, someterse a Marruecos en un asunto tan sensible como el Sáhara, sin compensaciones prácticas visibles y sin una renuncia de Rabat a sus alocadas aspiraciones territoriales con Ceuta, Melilla e incluso Canarias.

La sensación de que a Sánchez le mueven siempre intereses ajenos a los de España es legítima, y se agrava con su inaceptable privatización del papel de España en el mundo, convertido en una herramienta personal y caprichosa de un presidente alérgico a la rendición de cuentas en todo aquello que le incomoda o lo considera de su propiedad. Sea la corrupción, su sumisión ante el separatismo o su agenda sospechosa agenda internacional, siempre con tufo ideológico y a menudo con aromas a negocios en las sombras.

Y eso no puede ser: el mundo está cambiando y España debe encontrar su posición con sosiego, sentido común y consenso. Tres virtudes que no se ven por ningún lado en Sánchez. Ni dentro de nuestras fronteras ni fuera de ellas: aquí actúa como un tirano sin líneas rojas; allá como un mono con una escopeta.