juan Milián Querol-ABC
- «La libertad es y será siempre la clave de la bóveda civilizatoria, porque es la condición de la prosperidad y, sobre todo, es la expresión de la dignidad de las personas. Ser libres es ser responsables. Es sacudirse de encima las ideologías de la confrontación y abrazar la verdad»
NO pocos creen que las ideas no influyen en el devenir de sus vidas o en la historia de su país. Craso error. Las ideas importan y mucho. Recordemos las célebres palabras de John Maynard Keynes: «Los hombres prácticos, que se creen del todo exentos de influencias intelectuales, son normalmente esclavos de algún economista difunto». Otro británico, Bernard Crick, escribió en su ya clásico ‘En defensa de la política’ que aquellos que ven en esta una actividad puramente práctica e inmediata «no son capaces de ver más allá de sus narices».
Las ideas moldean nuestra visión del mundo, pero son las emociones las que seleccionan las ideas. Una liberal heterodoxa como Judith Shklar defendía, en ‘El liberalismo del miedo’, que las ideas políticas responden, siempre, al clima emocional. Las pasiones, los sentimientos y las emociones tienen, pues, consecuencias políticas. El miedo a un poder arbitrario y cruel provocó el avance de la teoría liberal y de instituciones protectoras de la libertad individual como el derecho a la propiedad, la separación de poderes o el gobierno de la ley.
Pero a lo largo de la historia, así como en la actualidad, también se han excitado las bajas pasiones para promover ideas profundamente antiliberales como la concentración del poder en manos del ejecutivo. Sin ir más lejos, los españoles sufrimos hoy a un presidente que atiza el miedo a la extrema derecha para justificar un gobierno «sin el concurso del legislativo», el ataque al poder judicial o el control de los medios de comunicación. Cierto es que encontramos respuestas simétricas en el otro extremo ideológico. Allí hay quien se esfuerza por liderar un populismo especular, el de los ‘patriotas’ a la húngara que señalan al globalismo como algo que temer. Curioso desprecio a la historia de España, protagonista de la primera globalización.
Así pues, ya prácticamente nadie niega el papel fundamental de las emociones en la política. Aquellos que son incapaces de generar ilusión y esperanza, usan el resentimiento y la indignación. Estas pueden movilizarnos contra las injusticias, aunque, en realidad, suelen acrecentarlas. Todo depende de la madurez democrática de una sociedad y de la responsabilidad de cada individuo. Y es que la indignación es un sentimiento que se proyecta en contra de los demás sin mirarse ni exigirse a uno mismo. Esta indignación, sin responsabilidad, es la que han avivado durante muchos años todos los socios del actual gobierno de España.
Populismos y separatismos han inventado magníficos eslóganes que escondían pésimas ideas. Han fomentado la confrontación y la polarización a través de la retórica de la hipérbole y de una política de la identidad que incluye multiculturalismos, nacionalismos y otros narcisismos de la pequeña diferencia. Han diluido el espíritu de la Transición, subvencionando la discordia y un victimismo injustificado, en ocasiones, y contraproducente, siempre.
La combinación entre victimismo y narcisismo recuerda el fenómeno descrito por Albert Camus en su novela ‘La caída’ cuando nos dijo que «hay demasiada gente ahora que se sube a la cruz sólo por que los vean desde lejos, incluso si para ello hay que pisotear un poco a quien se halla allí desde hace tanto tiempo». Con todo, esa política es voto para hoy y autodestrucción para mañana. A veces actúa la justicia poética y los que despreciaron la presunción de inocencia acaban siendo sentenciados por la turba digital, y quienes incendiaron su oratoria acaban quemados por su propia revolución. No faltan ejemplos en nuestra política nacional.
Los irresponsables caen tarde o temprano; sin embargo, no caen solos. En su caída arrastran causas nobles e instituciones valiosas. Han manchado el feminismo, pasando de la libertad, la igualdad y la fraternidad a la cancelación, el privilegio y el odio. Han creado abstracciones contra media sociedad, y una guerra de géneros, pero los hipócritas no creyeron a sus hermanas cuando el peligro venía de sus jefes. Hoy todo aquel verbo ardiente se desvanece por la ausencia de ejemplaridad. No obstante, tanta irresponsabilidad ha dejado un poso cultural de terribles consecuencias. Hoy gran parte de los españoles parecen moralmente anestesiados ante la mutación constitucional que está perpetrando el PSOE, sus socios y su Tribunal Constitucional a favor de una extraña confederación hispánica que bien podría ser el preludio de la ruptura.
Todo les vale para evitar la alternancia en el poder. La cultura de la concordia está atenazada por el miedo al otro. Y se justifica el desmantelamiento institucional de la España que surgió de la Transición democrática. Se socavan impunemente los controles y los contrapoderes. La división social ampara el giro autocrático. Se impiden los grandes debates y nos perdemos en las pequeñas miserias.
La impunidad de las mentiras oficiales ha espoleado la degradación institucional en España. Saben que sabemos que mienten. Pero no les importa. Han conseguido una masa electoral que antepone la retención del poder a los principios fundamentales de cualquier democracia liberal. La verdad se sacrifica en el altar del partido, y el alma es vendida a charlatanes sin escrúpulos. De esta manera, el muro sanchista se sostiene gracias a la argamasa del cinismo.
Ante este sombrío panorama, cabe preguntarse qué hacer. ‘Back to basics’. Recuperar las ideas que nos hicieron libres y prósperos. Vuelvo a Camus. En su discurso en la Universidad de Upsala aseguró que «no hay cultura sin herencia y nosotros no podemos ni debemos rechazar la nuestra, la de Occidente». No es fácil, pero ese es el camino correcto, a saber, el de la actitud reformista, el fortalecimiento de la sociedad civil, el de la cultura del esfuerzo y el respeto a la verdad, el del Estado de derecho y, en definitiva, el del individuo responsable consigo mismo y con los demás. Por lo tanto, se hace necesaria, aquí y ahora, una nueva y actualizada fusión entre liberalismo, conservadurismo y realismo.
La libertad es y será siempre la clave de la bóveda civilizatoria, porque es la condición de la prosperidad y, sobre todo, es la expresión de la dignidad de las personas. Pero la libertad solo sobrevivirá a esta época de miedos y odios si fortalecemos unas instituciones que la protejan y una cultura que la ame. Por esta razón, es irresponsable la política de los esclavos e ignorantes que desconocen la fuerza de las ideas y las emociones, pero también es despreciable ese narcisismo tribal de aquellos que miran hacia otro lado y se desentienden del futuro compartido. Ser libres es ser responsables. Es sacudirse de encima las ideologías de la confrontación y abrazar la verdad.